La primera de las virtudes es la veracidad, pues sin la verdad no podemos hacer nada. La segunda virtud es la sinceridad, que consiste en extraer las consecuencias de lo que sabemos que es verdad, y que implica a todas las otras virtudes; puesto que no basta reconocer la verdad objetivamente, en el pensamiento, sino que también hay que asumirla subjetivamente, en los actos, ya sean exteriores o interiores. La verdad excluye a la despreocupación y a la hipocresía tanto como al error y a la mentira.

La sinceridad implica directamente dos actitudes concretas: la abstención de lo que es contrario a la verdad, y el cumplimiento de lo que está de acuerdo con ella; dicho de otro modo, hay que abstenerse de aquello que aleja al Bien Soberano — el cual coincide con lo Real — y realizar lo que acerca a él. De este modo a las virtudes de la veracidad y de la sinceridad se agregan la de la temperancia y la del fervor, o la de la pureza y de la vigilancia, así como, incluso más fundamentalmente, las de la humildad y la caridad.

Sin virtud no hay camino, cualquiera que pueda ser el valor de nuestros medios espirituales; la virtud es directamente la sinceridad, e indirectamente la veracidad. La virtud no es un mérito en sí misma, sino que es un don; pero sin embargo es un mérito en la medida en que nos esforzamos hacia ella.

Yo y los demás: las cualidades morales que corresponden respectivamente a estas dos dimensiones de nuestra existencia son la sencillez y la generosidad; o dicho de otro modo la humildad y la caridad, no como actitudes a priori sentimentales sino como adaptaciones morales y espirituales a la naturaleza de las cosas.

El fundamento quintaesencial de la virtud de la sencillez o de la humildad es que el hombre no es Dios, o que el “yo” humano no es el “Sí-mismo” divino; y el fundamento de la virtud de la generosidad, la compasión o la caridad es que nuestro prójimo también está “hecho a imagen de Dios”, o que el Sí-mismo divino es inmanente a todo sujeto humano. Es esta deiformidad la que explica también la cualidad de la dignidad, la cual resulta por añadidura de nuestra capacidad — también deiforme — de participar en la divina Majestad gracias a la conciencia que de ella tenemos.

Sencillez y generosidad: por un lado hay que ser sencillo con dignidad; por otro lado hay que ser generoso con medida, pues los intereses ajenos no suprimen nuestros propios intereses, y además todos los hombres no tienen derecho a las mismas deferencias, excepto desde el punto de vista general de la condición humana. Por otra parte, la caridad no ofrece necesariamente lo que es agradable de inmediato, pues en ese caso no habría remedio amargo; castigar con justicia a un niño es más caritativo que consentirlo. Además pensar de otra manera equivaldría a suprimir toda justicia y toda salud moral y social.

La cuestión del equilibrio entre la sencillez y la dignidad nos conduce a señalar la siguiente precisión: al reconocer que la criatura es una nada frente a Dios, no debemos perder de vista que Dios quiso la existencia de la criatura y que bajo ese aspecto ella puede tener cierta grandeza en su propio mundo; esta grandeza no la tiene solamente en su ambiente cósmico sino que también la posee, y a priori, en el Intelecto divino mismo, puesto que al crear a ese Dios quiso crear es grandeza. Lo mismo sucede con la libertad, por agregar sólo este ejemplo, ya especialmente controvertido: ante el argumento de que sólo Dios es libre y que todo el resto está predestinado, responderemos que sin embargo, al crear seres libres, Dios quería manifestar la libertad y no otra cosa, y que en consecuencia los seres son realmente libres bajo el aspecto de esta intención divina. El modo o el grado de manifestación cósmica implica limitaciones — el solo hecho de la manifestación ya las implica —, pero el contenido de esta proyección no deja por ello de ser idéntico a lo que constituye su razón de ser.

Para la piadosa sentimentalidad, la humildad significa que el hombre no es consciente de su valor, como si la inteligencia no fuera capaz de objetividad frente a este orden fenomenológico que es el alma humana; es precisamente esta objetividad la que implica que el hombre plenamente inteligente tiene conciencia también de la relatividad de sus dones, sus cualidades y sus méritos.

Evidentemente, la quintaesencia de la humildad, insistimos, es la conciencia de que no somos nada frente a lo Absoluto; dentro del mismo orden de ideas, la quintaesencia de la caridad es nuestro amor por el Bien Soberano, el cual da a nuestra compasión social su sentido más profundo. En efecto, no amar a Dios es negarlo, y negarlo es ipso facto negar la inmortalidad del alma y en consecuencia el valor de la vida, lo cual quita a nuestra beneficiencia si bien no todo su sentido al menos la mayor parte de su significado; pues la caridad hacia el hombre estrictamente terrenal — el animal humano si se quiere — debe estar acompañada po la caridad hacia el hombre virtualmente celestial, así como la caridad puramente “horizontal” puede corresponderse con el asesinato de un alma, mientras que un sufrimiento del cual nadie se compadece puede ser un bien para el alma inmortal [1]. Por supuesto, no decimos esto para desalentar las intenciones de caridad, sino con el objeto de recordar que para el hombre todo valor debe referirse al Bien Soberano, so pena de seguir siendo una espada de doble filo.

Toda virtud tiene su aspecto de belleza, que la hace inmediatamente digna de amor, independientemente del aspecto de utilidad o de oportunidad. La combinación de la sencillez y la generosidad, o de la humildad y la caridad, o de la modestia y la compasión, esta combinación, a decir verdad consustancial, constituye la virtud en sí misma y por ello mismo la calificación espiritual sine qua non. Tal vez se nos objete que, si ello es así, nadie está plenamente cualificado para la espiritualidad; ahora bien, la intención de hacer realidad la virtud forma parte de ella, de modo que la virtud esencial es a la vez una condición y un resultado. Dios no nos pide directamente la perfección, sino que requiere de nosotros la intención, que si es sincera implica la ausencia de imperfecciones graves; es sumamente evidente que el orgulloso no puede aspirar sinceramente a la humildad. Dios nos pide lo que nos dio, es decir las cualidades que llevamos en el fondo de nosotros mismos, dentro de nuestra sustancia deiforme; el hombre debe “convertirse en lo que es”; todo ser es fundamentalmente el Ser en sí mismo.


Schuon, Raíces da la Condición Humana,
Olañeta, España, 2002.