por Patrick Laude

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¿Cómo definir la religión perenne, la religio perennis? Según el uso que se adopta aquí, este término se refiere a un conjunto de principios metafísicos y espirituales que, a través de los tiempos, vinculan la humanidad a la Realidad suprema que lo abarca todo y es el fundamento de todas las cosas. El término “perenne” [1] alude a la vez a la permanencia y a la discontinuidad de esta realidad religiosa. Dicho de otro modo, la religión perenne subyace a todas las expresiones de la Realidad, pero solo de forma discontinua, mediante reapariciones puntuales en el transcurso de la historia de las distintas religiones de la humanidad. Esto significa que la primera respuesta a nuestra pregunta inicial podría ser, de forma negativa o apofática, por decirlo así, que la religión perenne no es una religión formal revelada. Toda religión revelada se basa en un descenso celestial o, como en el caso del budismo, en una realización espiritual “arquetípica” transmitida por un mensajero humano. Semejante religión es formal en la medida en que presenta el mensaje divino o espiritual por medio de un conjunto de prescripciones y de prohibiciones dogmáticas, rituales y morales que pertenecen al orden formal. En cambio, estrictamente hablando, la religión perenne no es revelada. No es el don exclusivo ni la prerrogativa de un mensajero o de un sabio particular, o ni siquiera de una serie de profetas. La expresión “religión perenne” es un término de uso relativamente reciente, apreciado muy especialmente por Frithjof Schuon, y que permite designar genéricamente la realidad metafísica y la espiritualidad asentadas en el corazón de las religiones y sabidurías tradicionales. Sea cual sea el nombre que se dé a esta realidad universal y espiritual, sus principios se desvelan a la inteligencia humana en la medida exacta en que esta última se revela como una prolongación y un reflejo de la Luz divina.

En cierto sentido, la religión perenne puede considerarse como un tipo de revelación, pero no de un modo externo o formal. Aunque sus expresiones sean necesariamente exteriorizaciones y formalizaciones, so pena de ser inaccesibles, en sí misma es radicalmente independiente de las formas exteriores por las que se puede traducir para su transmisión o su asimilación intelectual, espiritual o moral. Como tal, es decir, como núcleo aformal de la inteligencia espiritual del ser y de la naturaleza de las cosas, es la quintaesencia de todas las revelaciones, de todo conocimiento espiritual y de todas las formas sagradas. La religión perenne no es, por tanto, una religión en el sentido corriente del término. No es un conjunto de creencias y prácticas, aunque pueda definirse como una inteligencia de lo Real y una asimilación espiritual y ética de éste. Hemos elegido referirnos a la realidad intelectual y espiritual de que se trata utilizando el término “religión perenne”, cuya aparición es relativamente reciente, pero también podríamos referirnos a esta sabiduría, como han hecho otros, mediante expresiones como sophia perennis, ciencia sagrada, esoterismo, ley eterna, gnosis o incluso philosophia perennis o sabiduría primordial [2]. Esta sabiduría espiritual no substituye las diversas religiones del mundo, como tampoco pone en entredicho su legitimidad y su necesidad — más bien al contrario, porque es el núcleo sapiencial el que explica, revela y expresa el significado más profundo de los hechos religiosos. En realidad, todas las religiones auténticas e integrales dan acceso a la religión perenne de una u otra forma, incluso si a primera vista los modos de este acceso pueden ser desconcertantes por sus diferencias aparentemente inconciliables. Cada una de ellas encarna una perspectiva particular que acentúa un aspecto determinado de la realidad integral que la religión perenne contempla en su contenido ilimitado.

Aunque no sea revelada en el sentido en que las religiones oficiales lo han sido a los profetas, o como han sido desveladas a los sabios, la religión perenne es una revelación “sobrenaturalmente natural”, por retomar la expresión de Frithjof Schuon, inherente a la Luz divina que ilumina la inteligencia humana y la hace capaz de objetividad perfecta, es decir, de percibir las cosas como son. Es sobrenatural porque sus raíces se hallan en la Realidad suprema, pero es natural porque la naturaleza misma de la humanidad incluye la inherencia de su Luz. La religión perenne engloba un amplio abanico de realidades interiores y exteriores, porque abarca la Realidad en sí misma, y no solo mediante una perspectiva confesional limitada y exclusiva, y puede ser considerada en varios planos. En primer lugar y ante todo, es una doctrina, o un conjunto de enseñanzas, que proporciona una visión intelectiva de la realidad, especialmente con respecto a la relación entre lo Divino y el universo de la manifestación. Es también una pluralidad de formas de abordar esta Realidad suprema por medio de principios y prácticas reveladas, junto con diversos modos de conformidad moral.

Cuando se considera el aspecto doctrinal de la religión perenne, es importante destacar que la metafísica, y más aún las enseñanzas dogmáticas y teológicas que reflejan algunas de sus verdades esenciales en modo exotérico y racional, son solo aproximaciones conceptuales de la Realidad. Una doctrina es como un mapa en dos dimensiones: nos proporciona una descripción de base de las configuraciones de la realidad. Lo que distingue a la religión perenne de las religiones históricas y formales es el hecho de que trata toda doctrina, o todo conjunto de doctrinas adecuadas, incluidas las diferentes formas bajo las que puede formularse a sí misma, como simples puntos de referencia teóricos, o símbolos evocadores de la Realidad. Esto es así porque los aspectos de la Realidad son literalmente ilimitados, como lo son también los puntos de vista a partir de los que puede ser contemplada. Por tanto, lo que se expone a continuación solo puede remitir a aproximaciones adecuadas pero simbólicas y provisionales de la Realidad, ni más ni menos. Decir que son simbólicas no significa que no sean más que simples representaciones a modo de simples objetos mentales, prestándoles así un estatuto de no-realidad. Por el contrario, significa que son manifestaciones conceptuales de una Realidad que en sí misma permanece libre de todas las conceptualizaciones y de hecho es inaprensible únicamente mediante conceptos. En otras palabras, son adecuadas como herramientas conceptuales, pero insuficientes si se las considera definitivas y absolutas en sus aspectos exclusivos y limitativos. Además, afirmar su carácter provisional no quiere decir que dejen de ser adecuadas en un momento determinado de la historia, o en una etapa del itinerario de un individuo. Simplemente significa que no pueden considerarse medios exhaustivamente adecuados de acceso a la Realidad en sí. La Realidad las trasciende siempre en su infinitud, sea cual sea su profundidad, su calidad de adecuación y su eficacia espiritual.

A este respecto, hay dos posiciones extremas que deben evitarse: la primera consiste en tratar la religión perenne como una cristalización conceptual de la quintaesencia de todas las religiones, y ello de un modo puramente mental. El segundo error consistiría en rechazar los conceptos que articulan esta sabiduría eterna como simples esquemas mentales, en nombre de una realización interior. Ambas actitudes presentan graves peligros, por más que estos peligros sean en cierto sentido divergentes. El primer obstáculo equivaldría a perder de vista lo que constituye la naturaleza y la función de una doctrina, a saber, su capacidad de indicar la vía hacia la única Realidad y de proporcionar claves conceptuales para su reconocimiento interior y su realización espiritual. Aunque los conceptos doctrinales adecuados sean todo lo que deben ser en su propio plano, esta adecuación puede dar lugar a una confusión abusiva y errónea entre comprensión mental y asimilación espiritual. Cuando los conceptos, por muy elevados y profundos que sean, se consideran exclusiva o esencialmente de un modo convencional, mental o “planimétrica”, su coherencia puramente discursiva y formal tiende a velar su poder de despertar espiritual e intelectual. Ello puede dar lugar a esclerosis convencional y dogmática, y a pasión mental. A esta solidificación del conocimiento, por retomar la expresión guenoniana, responde una disolución intelectual en forma del segundo error. La subestimación de las formulaciones intelectuales e incluso dogmáticas que estas últimas implican equivale a desdeñar los indicadores doctrinales en la vida espiritual; y sin embargo, sin estas orientaciones nocionales, no hay criterios objetivos para protegerse de las ilusiones y vagabundeos subjetivos, ni prácticamente ningún medio de transmisión externa. Los que subestiman las enseñanzas doctrinales y dogmáticas tienen tendencia a hacerlo en nombre de estados de consciencia espirituales, y a veces a causa de una consciencia aguda de la esterilidad de un conocimiento puramente mental de la Realidad. No obstante, sería conveniente recordar que los conceptos intelectuales, en la medida en que son profundos y adecuados, son símbolos de las realidades espirituales por derecho propio, y por eso mismo medios potenciales de acceso a ellas. El exceso inverso, aferrándose a una comprensión literal de la doctrina de un modo que oscurece su luminosa profundidad, solo puede producir la congelación de la intuición espiritual que paraliza el poder dinámico de movilidad y renovación del Espíritu. Además, existe en principio un número indefinido de modos de expresión y de cristalización de la doctrina, y cada uno de ellos, por lo tanto, no es nada más pero tampoco nada menos que una forma de considerar la realidad entre otras muchas. Las distintas personas sentadas en una sala alrededor de una mesa gozan de diversos ángulos de visión de la misma mesa, y la mesa, aun siendo un objeto único, incluye una variedad de aspectos y de elementos. Por tanto, toda visión adecuada de la mesa, o toda visión adecuada de cada una de las partes de la mesa es válida. Sin embargo, la percepción de la mesa bajo la influencia de alucinógenos sería una visión deformada de ella, y por eso insuficiente por falta de objetividad. La miopía y la ceguera harían también imposible la percepción de todo aspecto de la mesa de un modo eficaz y satisfactorio. La Realidad Divina tiene dimensiones y facetas innumerables, y hay un número indefinido de puntos de vista relacionados con estas facetas. Pero esto no significa que todos los puntos de vista sean igualmente válidos, ni que algunos de estos puntos de vista no sean insuficientes para una percepción adecuada de la Realidad. Lo que significa todo esto es que hay un número indefinido de relaciones entre la Realidad y las realidades.

Lo expuesto indica ya, como sugiere el empleo de mayúsculas y minúsculas, el discernimiento fundamental entre lo Real y lo menos real, que es el corazón de la doctrina. Este discernimiento sigue siendo el mensaje fundamental de la religión perenne, y a partir de él ésta debe concebirse como el centro quintaesencial de todas las religiones. La función inmediata y más importante de este discernimiento es proporcionar a nuestra mente una representación suficiente de la distancia metafísica que existe, a priori, entre el Principio, lo Último, el Uno, y todo lo que no es radicalmente principial, ni metafísicamente último, ni fundamentalmente uno. Esto significa que la religión eterna es en primer lugar una afirmación de la distinción entre lo que es totalmente, absolutamente real, sea cual fuere el nombre que se Le pueda dar — o no —, y todas las realidades relativas transitorias, contingentes y limitadas. Este discernimiento es la base de todos los demás aspectos de la doctrina, y no hay ninguna religión que no lo incluya, de modo afirmativo o negativo, porque sin él no hay reconocimiento pleno del Objeto último — o del Sujeto último, según el punto de vista- de la consciencia religiosa.

Hay una Realidad que — aun cuando se considere una “No-Cosa” que trasciende toda substancialización — es la Causa primera de todo, y esto sea cual sea el modo contemplado para dar cuenta de esta “causación”, sea como creación, emanación, manifestación, formación, o cualquier otro proceso simbólicamente adecuado, entre ellos el de la “co-originación condicionada”. Los diversos modos mediante los cuales se representa — o no se representa — este paso de la Causa a los efectos remite a otros tantos símbolos de la relación entre la Realidad y las realidades, el Ser y los seres, la “No Cosa” y las cosas. La idea de creación, por ejemplo, y particularmente la de creación ex nihilo, “a partir de nada”, evoca la realidad de una distancia o de una separación entre la Causa y sus efectos. El Creador es radicalmente distinto de sus criaturas, y en cualquier caso nunca podría crearlos de una substancia “preexistente”. El concepto de creación, por tanto, subraya la trascendencia del Uno, una trascendencia que nada puede colmar ni anular en su propio plano. Asimismo, la idea de creación trae aparejado el principio de que las criaturas no son nada  en sí mismas, porque no eran “nada” antes de ser llamadas a la existencia por el Creador. En tercer lugar, el estatuto de criatura, por una especie de compensación, viene a reconocer también un grado o una medida de realidad innegablemente inherente a todo lo que el creador ha sacado de la nada. Esto significa de hecho que una vez creadas, las criaturas poseen un grado de existencia y de autonomía limitado, relativo, pero real en su propio plano.

No obstante las verdades fundamentales a las que se refiere este concepto de creación, otras formas de representar y conceptualizar la relación entre la Realidad suprema y sus efectos son también evocadoras de una dimensión no menos válida de la relación entre el Principio y lo que se distingue de él. Por ejemplo, hablar de manifestación sugiere que todo lo que es debe encontrase ya, en cierto modo, en la Causa primera, dado que esta Causa primera no puede no implicar los gérmenes latentes o las ideas trascendentes de lo que se manifiesta por sus efectos, sin por ello mitigar las nociones de Inteligencia y Perfección divinas. En otras palabras, ¿qué sería una creación que no pusiera de manifiesto las cualidades e intenciones de su Principio? Por otra parte, hablar de una manifestación se refiere al hecho primordial, aunque sin duda evidente, de que el Principio no se manifiesta a nuestra experiencia corriente, mientras que el mundo de la manifestación, el mundo que nuestros sentidos y nuestra inteligencia aprehenden diariamente, existe de verdad. Sin duda el Principio es oculto, misterioso e insondable, mientras que sus efectos atestiguan su Realidad, así como sus cualidades. La manifestación es como una apariencia, un despliegue externo de lo Invisible. No podemos ni comprender, ni ver, ni oír lo Oculto, pero podemos percibirlo por sus efectos en la manifestación.

Como modalidad de la manifestación que acabamos de considerar, el concepto mismo de emanación, que alude a un flujo de efectos fuera de la causa, posee un valor simbólico de la mayor importancia, si no esencial de hecho. Cuando nos referimos a una emanación, reconocemos que de hecho no puede haber una ruptura de continuidad o una separación esencial o absoluta entre la Causa y sus efectos, porque esa brecha introduciría una dualidad fundamental en la realidad, esencializando así una realidad distinta de la Realidad. En cierto modo, este punto de vista es el más profundo y el más adecuado de todos, pero también el más delicado y potencialmente el más engañoso si no se comprende correctamente. Por utilizar un símbolo presente muy a menudo en la literatura de la sabiduría tradicional, la existencia de la gota de agua no afecta en absoluto a la unidad del océano, y por consiguiente la gota de agua debe considerarse como “emanación” de este último. Sin embargo, la emanación no debe entenderse como equivalente al panteísmo. El panteísmo afirma que la naturaleza es Dios, y que Dios es la naturaleza, que el Principio es la manifestación y que la manifestación es el Principio. En cambio, la emanación afirma simplemente que lo emanado proviene esencialmente del Principio, mientras que Éste no está limitado a aquél, porque permanece a fin de cuentas trascendente respecto a él.

En cuanto al símbolo demiúrgico de la formación, nos revela una lección importante sobre la Obra Divina, y nos remite a otro punto de vista sobre la relación entre la Causa y los efectos. La Causa primera determina y da forma a sus efectos. Les da forma según modelos que en cierto modo están ya contenidos en su Inteligencia de forma virtual, por decirlo así. Se trata de las “Ideas” platónicas, las “Formas”, los arquetipos de todas las cosas. El artista divino los considera con el fin de producir y dar forma a sus obras de arte. Esta visión simbólica de la Divinidad nos ofrece la imagen del Artista supremo, o Demiurgo, que trabaja un material amorfo para darle forma, sentido y belleza. La inteligibilidad, la harmonía y las cualidades del mundo que nos rodea surgen de una Causa que contiene en su Inteligencia los conceptos mismos, o los modelos, de la multitud de los seres. En el espíritu de Dios, hay un modelo inteligible, o un paradigma, para cada realidad terrenal. Estos paradigmas no pueden ser percibidos por la mente humana o los sentidos, pero son más reales que las propias cosas creadas, porque son el origen mismo de sus cualidades. Lo más no puede salir de lo menos, lo que significa que las realidades que nos rodean son las “proyecciones” de arquetipos o “ideas” que constituyen sus esencias y sus principios. Semejante comprensión simbólica de la venida de los seres a la existencia indica una co-presencia de dos polos en la Realidad, uno activo y causa formal, y el otro pasivo y causa material. Esta dualidad se encuentra en todos los planos de la realidad, pero bajo diferentes modos. Como el “Espíritu de Dios” cerniéndose sobre las “aguas” de la Biblia, o las nociones hindúes de Purusha y Prakriti, indica la complementariedad entre la determinación y la indiferenciación, la forma y la materia, la esencia y la substancia. La totalidad de los seres resulta de la actividad de la primera sobre la segunda.

Aunque todas las definiciones precedentes hayan sido formuladas a través de diversas formas afirmativas y substancialistas, hay que añadir que la misma realidad se puede considerar desde un punto de vista que rompe con la afirmación de una Causa primera o incluso de una Substancia metafísica primera. Esto nos lleva al terreno sutil, pero ineludible, de los conceptos y prácticas no teístas y no substancialistas, y de su innegable especificidad en términos de epistemología y metafísica. En esta perspectiva, todas las cosas son contingentes las unas en relación con las otras y fundamentalmente transitorias: no tienen ninguna identidad propia e independiente y, por consiguiente, no son verdaderamente reales como tales. Aun cuando parezcan reales según la percepción corriente y convencional de las cosas, los fenómenos carecen, pues, fundamentalmente de substancia y están “vacíos”.

La única cuestión verdaderamente importante, según este punto de vista particular, es de orden práctico y existencial: a saber, la existencia del sufrimiento. Su causa es la sed o el apego a los fenómenos interiores y exteriores. En el plano espiritual, esto significa un apego a la percepción de las realidades como substancias, la creencia ilusoria en la substancialidad de realidades como agregados o factores constitutivos de la realidad. Por tanto, el obstáculo es la substancia, o la “substancialización”, en todos los planos. Por eso, incluso lo Supremo como estado subjetivo de liberación no es ni puede ser comprendido como substancia. En otras palabras, incluso la percepción de la insubstancialidad puede ser erróneamente substancializada. Esto es así porque la percepción de la co-producción condicionada es ella misma “objeto” de una co-producción condicionada. La No-cosa no es nada: las dos son co-generadas e interdependientes. No hay Absoluto objetivo, pero hay un “ab-solutum” subjetivo desprovisto de toda determinación. Sin embargo, plantear este último como un absoluto objetivado ocasionaría una solidificación o una congelación de la vía misma hacia la liberación por el hecho de afirmar la raíz misma de la ilusión y del sufrimiento: la creencia en una substancia.

Lo supremo no es solo Causa primera, sino también Realidad última. Es la Realidad más elevada y el fin último de todo. Todas las cosas convergen en Ella como hacia su destino final, es decir también como su terminación y su perfección. La Realidad suprema es el omega del despliegue secuencial de la manifestación y el punto final que reabsorbe todas las cosas. Es también la realización de todo, porque toda cosa encuentra su “verdad” y su plenitud en Ella, y solo en Ella, más allá de los límites de su existencia relativa. Lo Último “espera” a toda alma a la salida de la ruta de su destino, pero también, y sobre todo, desvelando su ser verdadero y profundo. Lo que busca verdaderamente todo ser humano en toda búsqueda no es de hecho otra cosa que este Objeto Último del deseo que constituye la realización perfecta de nuestra tensión existencial. Es, también, como tal, la entelequia, es decir la naturaleza esencial y la perfección final de todo lo que existe.

El propósito de la religión es conducir la humanidad al reconocimiento y la realización de la Realidad última. El término reconocimiento se refiere más particularmente a una percepción cognitiva de la Realidad: así toda conciencia religiosa integral es un modo de conocimiento. La misma fe, que se podría tener tendencia a limitar a la creencia sentimental, puede ser definida con razón como un modo de conocimiento de la Realidad, aunque este modo de conocimiento tenga menos que ver con la mente que  con una especie de instinto metafísico que puede ser considerado una “huella” de la Divinidad en el alma o un don del Cielo. Al referirnos a un re-conocimiento, aludimos al hecho de que el conocimiento religioso es un recuerdo, recuerdo de una realidad inscrita en nuestro mismo ser. Conocemos la Realidad porque somos esencialmente uno con la Realidad, aunque lo más a menudo inconscientemente — y sin ignorar que esta unidad esencial en ningún caso niega nuestra separación existencial del Principio primero y nuestra dependencia lógica con respecto a Él. El término “realización espiritual” indica que esta percepción se actualiza con todo nuestro ser y a través de él. En este sentido, el concepto religioso del conocimiento es profunda y totalmente transformador. Al ser la Realidad última absolutamente real, al ser lo Real, obliga a nuestro ser a un compromiso total, y nos hace así reales, en el sentido de transparentes a lo único Real.

El término realidad, que hemos utilizado con mayúscula para significar con ello que se refiere al Principio último, se refiere a la vez a este último y a todo lo que no es irreal, incluidos nosotros mismos y el mundo que nos rodea. No obstante, al utilizar la forma con mayúscula pretendemos sugerir que solo semejante Realidad puede ser considerada totalmente o absolutamente real. Una silla es real, un pájaro es real, un pensamiento es real, pero no del mismo modo en que lo es la Realidad suprema. La prueba más elemental de ello es que la silla, el pájaro o el pensamiento dejarán de ser, y que no siempre han sido.

Teniendo en cuenta su privilegio exclusivo de plena realidad, se ha concebido y designado a menudo al Ser último como el Uno. Pero ¿qué sentido hay que dar en realidad al principio de que lo Último es el Uno, que la Realidad es una? En sus enseñanzas metafísicas más elevadas, las religiones nos enseñan que hay solo una única Realidad, un Principio universal. Enunciar que el Principio es Uno es afirmar ante todo que no hay nada más que pueda existir “al lado de” Él o fuera de Él: la Realidad suprema no tiene segundo. Esta conclusión se deriva rigurosamente del principio de que la Realidad última es absoluta. Etimológicamente, lo Ab-soluto, absolutum, es lo “absuelto”, perfectamente libre y por consiguiente separado, independiente y completo en sí. En cambio, todo lo que no es perfectamente libre hereda esta imperfección de su dependencia con respecto a otro que sí mismo. Lo Absoluto es la Realidad que trasciende todas las relaciones. No solo es posible, sino necesario, y al ser necesario, es independiente de toda otra realidad. En este sentido, la absolutidad implica una distinción radical y una no menos radical exclusividad.

Sin embargo, esta Unidad se puede comprender al menos de dos modos. En primer lugar, el Uno es el primer número porque se encuentra en la base del dos, el tres, el cuatro, y es el punto de partida de la serie indefinida de los números. En segundo lugar, el Uno es también único, el Uno sin segundo ni tercero, fuera de la secuencia indefinida de los números sucesivos. Estas dos formas de comprender la Realidad suprema son válidas, pero se refieren a dos planos diferentes o a dos formas distintas de considerar lo Supremo. Según la primera forma de comprenderlo, la Realidad suprema es la Realidad principial de donde se deriva toda la serie de las realidades. La Realidad principial es el Ser supremo del que surgen todos los demás seres mediante la creación y, por decirlo así, mediante la adición. Esta forma de comprender la Realidad  como primer término de una serie, o como el primer eslabón de una cadena de seres, es el modo más frecuente, común y sencillo de comprender la enseñanza de base de la religión en general.

La segunda forma de tratar el Uno es más sutil, más delicada de comprender, más paradójica, pero también más profunda y metafísicamente más adecuada. Aquí, el Uno significa el único Uno. Esta forma de comprender la Realidad parece ir en contra del sentido común. ¿Cómo hay que entender la afirmación aparentemente insensata de que lo Supremo es el único Uno? Pasamos aquí más allá de la comprensión usual, clásica o corriente del principio primero, a la esfera de una sabiduría interior, de una enseñanza esotérica que exige “ojos para ver” y “oídos para oír”. El único Uno — la Realidad suprema — no tiene segundo, ni tercero, no es otro que Sí mismo. Pero ¿cómo podemos comprender este desafío a la razón y a la evidencia cotidiana dado que sabemos que hay numerosas otras realidades junto al Uno? Algunos sabios antiguos formulan este enunciado desconcertante mediante una multiplicación simbólica: se puede multiplicar uno por uno, tanto como se quiera, nunca se alcanzará otro resultado más que Uno.

El Uno es ante todo lo Absoluto. La unidad de lo Absoluto trasciende y excluye todo lo demás, en el sentido de que es incomparable con respecto a toda otra cosa. Es el Uno sin otro, porque todo otro no es nada respecto a Él. El Uno, como Absoluto, es supremamente independiente. Sin embargo, también hay una especie de multiplicidad en la Unidad, y es el Infinito. La Unidad lo contiene todo en cierto modo porque es el Infinito. Lo Supremo es inagotable, y no deja nada, ni puede dejar nada, fuera de Sí mismo. Además, también hay una especie de Unidad en la Multiplicidad divina, y es la Perfección del Uno. En otras palabras, lo Supremo no solo es absoluto e infinito, sin relatividad y sin límite, tampoco tiene privación, nada le falta, es completo, lo cual implica a la vez una totalidad y una unidad intrínsecas, una unidad en la multiplicidad.

Podría decirse que la creación o la manifestación es como la proyección de la riqueza del Infinito a través del prisma de la Perfección. Esto significa que la producción del universo, o la totalidad del universo, es en primer lugar el resultado de la necesidad de crear inherente a la infinitud del Principio. La Realidad suprema debe proyectarse, manifestarse “fuera” de Sí misma, porque es infinita, sin límite. Sin esta irradiación que emana de Sí mismo, el Infinito no sería infinito. Sin embargo, esta irradiación, y la creación que implica, no puede implicar una dualidad fundamental entre el Uno y lo que procede de Él, porque semejante dualidad sería contraria a la absolutidad de la Realidad. Esto, a fin de cuentas, pondría una segunda realidad junto al Uno, y la haría, por decirlo así “relativa”, por tanto no absolutamente absoluta. Sin embargo, la paradoja es que el Uno necesita realizarse como otro distinto de Sí mismo para ser completamente ilimitado. Esta “alteridad” no es más que el mundo o los mundos. El Infinito es el principio de inclusividad que abarca la totalidad de la realidad, y esta infinitud debe manifestarse en una multiplicidad de realidades que son necesariamente distintas las unas de las otras.

Según nuestro punto de vista y el aspecto de lo Divino considerado, el Principio puede ser considerado de numerosas formas, formalmente distintas, pero esencialmente reducibles a la Unidad. La religión perenne, libre de los prejuicios de las religiones formales, y por tanto exclusivas, es capaz de dar sentido a estos diferentes aspectos y estos diferentes puntos de vista, porque reconoce su realidad objetiva, su arraigo en lo Real y su eficacia subjetiva o espiritual, su capacidad de proporcionar una “cartografía doctrinal adecuada” para la realización espiritual o la actualización de la sabiduría. Además, la religión perenne, en principio, puede expresarse a través del lenguaje de cada uno de estos puntos de vista, aunque permanece independiente de todos los idiomas religiosos por medio de los que se puede abordar. Esto es así porque la religión perenne, a diferencia de las tendencias de la teología dogmática, no limita de facto la Realidad a los conceptos de la Realidad, sino que los entiende más bien como claves simbólicas que dan acceso a Ella.

En cuanto a la tipología de base y la clasificación de estos conceptos religiosos de la Realidad en relación con el universo relativo, la distinción fundamental se sitúa  entre una comprensión de la Divinidad como trascendente y “separada” de la creación, y otra que pone el acento en su manifestación, su presencia, o incluso en su encarnación. La religión puede subrayar el hecho de que Dios, o la Realidad absoluta, se halla más allá de nuestro mundo de formas y experiencias. Volverse hacia la Divinidad significa, en este contexto, volverse hacia “lo alto” y elevarse hacia la Realidad suprema mediante los medios que esta última ha podido poner a nuestra disposición. Este modo de ver las cosas corresponde a aspectos fundamentales e indiscutibles del orden metafísico porque, como hemos visto, debemos distinguir la Realidad trascendente de todo lo demás. Por consiguiente, está “situada” a una distancia metafísica del mundo que conocemos. Esta perspectiva tiende a subrayar la incomparabilidad del Uno, y es reticente a establecer comparaciones o analogías entre el mundo divino y el orden natural.

Sin embargo, desde otro punto de vista, la Realidad Divina puede y debe manifestarse en el ámbito mismo de la creación. Es la perspectiva de la teofanía y de la inmanencia. La palabra teofanía se refiere literalmente a la idea de una manifestación, o aparición de la Divinidad. En cuanto a la palabra inmanencia, que hay que entender por oposición a la trascendencia, se refiere a la forma en que la Divinidad está misteriosamente presente en el universo de la manifestación. En las formas más explícitas y directas de esta perspectiva encontramos la idea de una presencia o inherencia de la Divinidad en la manifestación. En último extremo, esta inherencia se traduce en la idea de descenso divino, o incluso de encarnación divina. Es importante señalar que estos dos puntos de vista, aunque parezcan contradecirse, no pueden excluirse absolutamente el uno al otro. Una de las dimensiones más importantes de la religión perenne radica, precisamente, en su capacidad de reconocer la interpenetración e interacción entre estas perspectivas aparentemente antitéticas.

Esta situación resulta de la capacidad de comprender que la Realidad es una y que ninguna diferenciación puede ser absoluta, porque una realidad dada participa necesariamente en otra en cierta medida y de algún modo. En otras palabras, una perspectiva religiosa, en la medida en que está diferenciada, no puede excluir totalmente otros puntos de vista, y por eso siempre es posible encontrar en determinada perspectiva circunstancias, aunque sean marginales, o conceptos relacionados con otra perspectiva. Así es como la perspectiva de la trascendencia, mientras posiciona a Dios por decirlo así infinitamente por encima del mundo, debe reconocer las huellas de la inmanencia divina en el orden y la belleza de los signos del Uno en el universo. Y del mismo modo, el punto de vista de la inmanencia, de la teofanía, e incluso de la encarnación, no puede negar la dimensión de la trascendencia sin reducir la metafísica al panteísmo. La naturaleza “es” Dios, pero Dios no se puede reducir a la naturaleza. La religión perenne integra estos puntos de vista aparentemente opuestos e insiste en los principios de alternancia e interpenetración que dan forma a todo el universo a través de la urdimbre y la trama de su tejido divino.

A menudo se ha afirmado — y es una evidencia de experiencia en todos los creyentes — que “Dios es el Bien”. Sin embargo el Bien se puede comprender y entender sea objetivamente, como un Ser que está fuera de nosotros, una Realidad trascendente, o subjetivamente, como un estado del Ser, o un modo de conciencia, que podemos experimentar y realizar interiormente. Aproximadamente hablando, es la distinción entre el Dios de la Biblia y el Nirvana budista. Tanto si la palabra anglosajona “gód”, que significa “bien”, es etimológicamente análoga a Dios como si no, la relación entre la divinidad y el valor supremo es demasiado universal para que tenga que ser demostrado mediante una prueba lingüística. Si es verdad que el Dios de Abraham, Jesús y Muhammad está literalmente ausente del punto de vista práctico de Buda, sus cualidades de perfección incorruptible y compasión universal son eminentemente análogas al estado de ser que el budismo propone como objetivo. Al revés, el ideal sin ego del Nirvana no puede encontrase explícitamente en la creencia religiosa de los profetas bíblicos, pero el abandono espiritual a una Realidad superior que han enseñado sin descanso se ajusta completamente al llamamiento del Dharma a liberarse de la servidumbre individualista.

El Dios del monoteísmo semítico es una Realidad trascendente a la que los fieles aspiran, no obstante el hecho de que también es en Sí mismo un sujeto, y por lo tanto está en “conversación” con la humanidad. Esto significa simplemente que, según la perspectiva de la condición humana, Dios es considerado en primer lugar y ante todo como un objeto de fe, amor y conocimiento objetivo. Sin embargo, el Dios objetivo es también el fundamento de un bien subjetivo y la vía que lleva a él: “Sed perfectos como vuestro padre celestial es perfecto” (Mateo 5:48). La religión no solo nos enseña lo que Dios es, sino también lo que Dios quiere que seamos, es decir, lo que somos en Su intención. Por el contrario, el Nirvana budista es el Bien subjetivo que hay que realizar mediante el Dharma, las enseñanzas de Buda, aunque se manifieste objetivamente en y por los innumerables budas. El nirvâna, desde el punto de vista del hombre, se considera un “umbral de conciencia” incondicionado o un estado subjetivo de liberación del apego pasional y el sufrimiento. Sin embargo, esta toma de conciencia subjetiva no la podría alcanzar más que “un no-nacido, un no-engendrado, un no-creado, un no-formado”: “si no hubiera un no-nacido, un no-condicionado, un no-mortal, no habría liberación para el nacido, el mortal, el condicionado, el limitado”. La posibilidad de una realización interior de la libertad espiritual supone la realidad objetiva de un “contenido” o de una “esencia” metafísica de esta liberación. Y esto no es otra cosa que la naturaleza de Buda: la naturaleza de la propia realidad objetiva se define en función de la iluminación subjetiva.

Sin embargo, se cometería una grave simplificación si se definiera la idea común y explícita de Dios como una especie de referencia absoluta para todas las vías espirituales, igual que, al revés, sería completamente erróneo situar las perspectivas teístas y no teístas en una polaridad irreconciliable. El símbolo taoísta del yin-yang nos enseña que semejante polaridad, o dualidad, no se puede considerar definitiva. “Yi yin yi yang zhi wei dao”, “primero el yin, después el yang, hacen el Tao”: la alternancia del yin y del yang hace el Tao, no porque el Tao sea el conjunto del yin y el yang del que estos últimos serían las mitades, sino más bien porque el Tao constituye el Vacío medio, Vacío imperceptible situado entre los dos términos de esta alternancia, como un espacio omnipresente y permanente que les impidiera coagularse en opuestos, o como el principio de alternancia que marca la presencia recíproca de cada color en el otro. El Vacío del Medio puede ser comprendido como la Esencia que la alternancia del yin y el yang sustenta en y por su dualidad aparente. Muy lejos de China, pero no menos próximo del origen metafísico, un místico cristiano como San Dionisio Areopagita pudo caracterizar la Realidad suprema como la Tiniebla más que luminosa. ¿No es un modo de decir que el yang, como luz, y el yin, como oscuridad, están eminentemente presentes y unidos en el corazón de la Realidad, al ser, por esencia, un solo y mismo Misterio? Si el yin y el yang están constantemente en movimiento y alternancia en este mundo, y si el yin está en el yang, y el yang en el yin, como lo ilustra el símbolo en forma de disco negro y blanco, es precisamente, y ante todo, porque la Realidad trasciende, pero también incluye, todas las dualidades. Alternancias, interacciones y compensaciones proceden del Vacío medio: excluyen las separaciones y las abstracciones fijas, la absolutización de los límites y las diferencias. Como tales, son las proyecciones o los reflejos de la trascendencia de las polaridades que caracterizan la Realidad suprema. El punto negro situado en la mitad blanca del símbolo extremo oriental no sería posible sin la Esencia subyacente, el No-Ser que libera las formas y las realidades de sus particularidades y contornos exclusivos. La religión perenne es perfectamente consciente de esta movilidad inagotable del espíritu que ninguna forma ni ninguna noción provisional puede comprender plena y definitivamente.

Dao ke dao fei chang dao”, “El Tao que puede ser nombrado no es el Tao”. La imposibilidad, en numerosas lenguas, de expresar de modo satisfactorio el significado de la Realidad suprema mediante el término “Dios”, o la ausencia de un término suficientemente adecuado para traducir la palabra “Dios” en ciertas civilizaciones de lo sagrado, no contradice la universalidad de la Realidad misma. Simplemente manifiesta la diversidad de planos y aspectos de la Divinidad y la multiplicidad de enfoques. En esta diversidad, como fluyendo de la riqueza infinita de la Realidad, hay un sentido de las limitaciones que son a la vez metafísicamente inevitables y misericordiosas para con nuestros propios límites, e incluso una condescendencia divina a nuestros prejuicios humanos y nuestros puntos ciegos.

Dios es siempre “mi Dios”, porque hay tantos modos de percibir la Divinidad, y por tanto en cierto sentido tantos “Señores”, como “hijos de Adán”. La diversidad innumerable de los aspectos y “rostros” de Dios corresponde a la multiplicidad de las formas y vías de manifestación que proceden de lo Supremo. Es la “auto-Revelación de Dios” en la esfera de la “imaginación”, una realidad ontológica y epistemológica puesta en evidencia por Ibn ‘Arabî como constitutiva de la relación entre cada alma y su señor. La Divinidad se manifiesta a cada alma bajo la forma en la que el alma está ontológicamente predispuesta a comprenderla. Esto explica la diversidad de las religiones, e incluso, en las mismas religiones, la diversidad de vías espirituales, hasta los medios más personales de relación con la Divinidad, el ishta devata del hinduismo, el “dios de predilección”.

Esta interacción de la unidad y la diversidad es una cuestión sutil, y dos tipos de peligros amenazan a los que no prestan suficiente atención a sus fundamentos y exigencias. Uno de estos peligros consiste en confundir el camino con el fin, o en tomar la parte por el todo, absolutizando con ello el objeto de su propia devoción y corriendo el riesgo de negar la validez objetiva de las otras religiones. Esta vía viene a ser una especie de absolutización de lo relativo. El segundo peligro consiste en transformar las predisposiciones y exigencias espirituales en un ejercicio personal puramente subjetivo, relativo y selectivo, desprovisto de todo fundamento riguroso en las exigencias verticales y las manifestaciones providenciales de lo Absoluto. Esta forma de hacer corresponde a una relativización de lo absoluto. Cualesquiera que sean los peligros de la vía precedente, hay que hacer una distinción clara y saludable entre una reducción apasionada y una deformación de la Divinidad por medio del sesgo individualista, por un lado, y un ajuste misericordioso de la Divinidad a las necesidades humanas y a los límites inevitables por otro. Este último hace legítima, en cierta medida, la estrechez de numerosos creyentes sinceros, mientras que la primera entra en la esfera destructiva del fanatismo. Es preciso reconocer que las limitaciones humanas de la Divinidad a una comprensión rígida, unilateral y literal, que niegan inconscientemente el misterio infinito y su Objeto divino, no siempre pueden ser rechazadas como fundamentalmente viciadas. Cierta estrechez del ámbito de aplicación puede coincidir con una intensidad sincera y benévola de la fe, al menos mientras ésta no se aventure en los terrenos dudosos y peligrosos de la negación y la oposición violenta a lo que trasciende su comprensión. Más vale ser una víctima cándida, orientada hacia Dios, de la estrechez del propio punto de vista, que abrazar el vacío sobre la base de una tolerancia fácil para lo que no se reconoce como real.

En cuanto al otro aspecto de la cuestión, la espiritualidad New Age puede ser legítimamente sospechosa de diluir el carácter absoluto de la Realidad en sentimientos individuales de autosatisfacción y sueños de perfeccionamiento individual. De nuevo, con frecuencia es difícil distinguir la autenticidad de la búsqueda interior de las ambigüedades, o defectos, de las formas que toma. El sentido de Dios como Realidad objetiva y apremiante, podría ser, en este caso particular, la más desconocida de las necesidades: porque corregiría las ilusiones, las reivindicaciones sin fundamento y las contradicciones intrínsecas de una espiritualidad de tendencia egocéntrica. En respuesta a las ilusiones arrogantes de la exclusividad formal y a las facilidades de la inclusividad informal, en otras palabras, a los sombríos estancamientos del fundamentalismo y a los espejismos de una espiritualidad psicologizante demasiado segura de sí misma, es conveniente tener presente que las religiones, como puntos de vista sobre la Divinidad, son a la vez adecuaciones eficaces y aproximaciones simbólicas. Son eficaces como dones del Cielo, y aproximadas como claves terrenales con miras al Más Allá.

“Dios” abarca en realidad una pluralidad de grados y aspectos, diversidad principial que da cuenta de la evidencia de que Yahweh no es el Tao, y que Allâh no es el Brahman, aunque Aquello sea en verdad el referente último de todos estos Nombres. Por tanto, solo hay una esfera metafísica en que estas denominaciones pierden toda su exclusividad, a saber el supremo No-Ser, o Sobre-Ser, que es la plenitud indefinible de todas las cosas. Y es “Dios”, o la Divinidad, en cuanto absolutamente Absoluto y verdaderamente Real; Aquello de lo que no se puede decir nada sino que trasciende todo lo que se pueda decir. Esta esfera es comparable al espacio, que no tiene límites y lo incluye todo, mientras que no es reducible a nada. Refiriéndose a esta esfera de no-dualidad y pura absolutidad que está en todas partes y en ninguna, el Maestro Eckhart podía rogar a Dios que le liberara de Dios. Esta es una paradoja y una fuente de perplejidad, que implica que el que ruega no es a la vez el que se ha de liberar, y que el primer Dios del que habla Eckhart no puede ser en todos los aspectos el mismo que el segundo. El que es libre ya es libre, desde toda la eternidad, y la oración a Dios solo puede tener lugar en el tiempo, precisamente en el contexto de una relación con Dios. Esto sugiere, además, que el Misterio divino no puede limitarse al Dios personal. Éste es como un punto central en el espacio del Misterio divino. Como Ser divino y Dios personal, Dios se encuentra en este punto focal o esta determinación del espacio a partir del cual todo ocurre, como a través de ondulaciones concéntricas. En ese plano, Dios es el Principio del Universo, el Creador, del que surgen las mil cosas, y los círculos concéntricos de existencia no son otra cosa que “Dios”, porque no hay nada más que la Realidad. Los círculos de nuestra existencia y los demás círculos del universo y de otros universos son las manifestaciones exteriores de la Existencia divina, los velos sagrados bajo los que la Divinidad se oculta y se manifiesta: los amados “bucles negros” que unas veces mantiene en su lugar y otras agita, a fin de suscitar nuestra nostalgia por su Belleza.

Otro modo de expresar el mismo despliegue de la Realidad consiste en diferenciar la Noche de lo No-manifestado del Día de la Manifestación universal, el mundo de lo Invisible, el Misterio, de la esfera de lo Manifestado. El Misterio se extiende en dos planos: en primer lugar, la pura absolutidad de la Realidad que no conoce ni límites ni relaciones, y después, lo “relativamente Absoluto”, por aplicar a Dios la expresión de Frithjof Schuon en forma de koan metafísico, a Dios, en la medida en que entra en relación con Su Creación, a la Divinidad en la medida en que es “relativa” a la humanidad y al universo. Aunque se pueda pues hablar de un “relativamente Absoluto”, absoluto en su esencia pero relativo en su prefiguración de los límites de la relatividad, no hay un “absolutamente relativo”, porque esto equivaldría a dar a lo relativo una independencia de lo Absoluto, y por lo tanto a plantear dos absolutos: “No podéis servir a Dios y a Mamón” [3]. Sin embargo, tiene que haber un modo metafísico según el cual la esfera de la relatividad tome parte en la absolutidad de su principio, o en que éste se refleje directamente en aquel; es el Verbo o el Intelecto, ya se manifieste bajo la forma del Libro, del Hombre-Dios, del Despierto o de otra teofanía central. Si lo Absoluto no hubiera consentido en cierto grado de relatividad, Dios no podría dirigirse a nosotros, y nosotros no podríamos hablarle. Si nuestra relatividad terrena no culminara en los fenómenos de lo sagrado, no tendríamos vías hacia la Luz en las tinieblas de nuestra vida en este mundo.

Es necesario insistir en el hecho de que la Esencia divina, el Sobre-Ser, es No-cosa. Esencialmente no entra en ninguna relación con nuestras relatividades humanas, aunque éstas estén necesariamente situadas en Ella. Por esto el Tao considera a todos los seres como “perros de paja” [4]. En cuanto al Dios relacional, es como el aspecto de este Misterio insondable que presenta su rostro y nos habla, nos juzga y nos hace misericordia. Sin embargo, la diferenciación de grados entre Dios como Esencia y Dios como Persona no afecta en nada a la pura unidad de la Realidad, igual que la determinación del punto no puede introducir una escisión en el espacio, o no puede conducirnos fuera del espacio.

Analógicamente, no hay una medida común entre la Ipseidad divina o la pura Conciencia y nuestra subjetividad humana, aunque ésta esté necesariamente situada “en” Ella. Por decirlo así, estamos sumergidos en Dios, aunque también sea cierto que Dios está en nosotros: el Sí de los síes se encuentra en la parte más profunda de nuestro corazón. El Advaita hindú, la escuela de la no-dualidad, tiende a destacar la analogía entre el Sí divino y el sí humano, como en el Tat Tvam Asi, es decir “Lo absoluto, tú lo eres”, de las Upanishads, mientras que el budismo se acerca a la Realidad nirvánica independientemente de todo sentido de individualidad que atrape a  la naturaleza de Buda en las redes de determinaciones subjetivas. Por consiguiente, el anattâ budista, o la negación de sí como principio individual de continuidad, presenta una analogía subjetiva con el concepto sufí de una renovación perpetua de la creación, khalq al-jadîd, que niega la permanencia  autónoma del orden creado en nombre de la única Realidad de Dios. No hay sí que exista en sí y por sí mismo, porque no hay mundo existente en sí y por sí mismo.

Dios está más allá y en el interior, por encima y por debajo. Es vertiginosamente Otro e íntimamente Sí. Es Misterio insondable, y tiene la Evidencia del rayo. Es No-cosa y todas las cosas. Como declara Tierno Bokar en respuesta a una pregunta: “Dios es el apuro de la inteligencia humana”, pero también es verdad, y en cierto sentido más verdad, que Dios es el corazón mismo de nuestra inteligencia. La religión perenne subraya la capacidad “sobrenaturalmente natural” [5] de la inteligencia para dar acceso al Misterio a la vez que reconoce que no puede ser sondeado ni agotado mediante formulaciones mentales y verbales. Por tanto, da siempre la última palabra al silencio.


Notas

[1] Este término ha sido ampliamente utilizado por los escritores tradicionales y perennialistas, en particular por Frithjof Schuon.
[2] El término se remonta a Agostino Steuco, en el siglo XVI, pero la idea ya se encuentra en Marsilio Ficino un siglo antes.
[3] Mateo, 6:24.
[4] “El cielo y la tierra son indiferentes a las pasiones humanas. Para ellos, los vivientes no son más que perros de paja”, Tao Te King, 5.
[5] Esta expresión fue forjada por Frithjof Schuon, para con quien sus lectores asiduos habrán reconocido, en particular en este capítulo, la amplitud de nuestra deuda.


El artículo que aquí se ofrece fue publicado en francés en el libro Apocalypse des Religions y ha sido traducido por Josep M. Prats.