El arte sagrado ignora en gran medida la intención estética; la belleza deriva ante todo de la verdad espiritual, deriva, pues, de la exactitud del simbolismo y de la utilidad para el culto y la contemplación, y, sólo a continuación, de los imponderables de la intuición personal; de hecho, la alternativa no podía plantearse. En un mundo que ignora la fealdad en el plano de las producciones humanas — o, dicho de otro modo, el error en la forma —, la cualidad estética no puede ser una preocupación inicial; la belleza está en todas partes, comenzando por la naturaleza y el propio hombre.

Si bien la intuición estética — en el más profundo sentido — tiene su importancia en ciertos modos de espiritualidad, no interviene, sin embargo, más que de manera secundaria en la génesis de la obra sagrada, proceso en el que la belleza, en primer lugar, no tiene por qué ser un fin directo, y, luego, está garantizada por la integridad del símbolo y la cualidad tradicional del trabajo. Pero esto no ha de hacer perder de vista que el sentido de la belleza, y, por consiguiente, la necesidad de belleza, es natural en el hombre normal, y es la condición misma del desapego del artista tradicional con respecto a la cualidad estética de la obra sagrada; dicho de otro modo, la preocupación capital por esta cualidad sería aquí como un pleonasmo.


Frithjof Schuon, Castas y Razas, José J. de Olañeta, Barcelona, 1983, cap. “Principios y criterios del arte universal”, p. 54.