Para los hombres de la edad de oro, subir a una montaña era realmente acercarse al Principio; mirar un río era ver la Posibilidad universal al mismo tiempo que el flujo de las formas.
En nuestros días, ascender a una montaña — ¡y ya no hay ninguna que sea “centro del mundo”! — es “vencer” su cumbre; la ascensión ya no es un acto espiritual, sino una profanación. El hombre, en su aspecto de animal humano, se hace Dios. Las puertas del Cielo, misteriosamente presentes en la naturaleza, se cierran ante él.
Schuon, Perspectivas espirituales y hechos humanos, Olañeta, 2001, p. 63.