El amor de Dios se impone por la lógica de las cosas: amar los accidentes es amar la Sustancia, inconsciente o conscientemente. El hombre espiritual puede amar cosas o criaturas que en sí mismas no son Dios, pero no puede amarlas sin Dios ni fuera de Él; de modo que ellas lo conducen de un modo casi sacramental hacia el Bien Soberano simplemente siendo lo que son. “No es por amor al esposo que se quiere al esposo, sino por amor a Atma que está en él”: al amar directamente a una criatura amamos indirectamente al Creador, necesariamente puesto que “todas las cosas son Atma“. La nobleza del amor, de parte del sujeto, consiste en elegir el objeto que es digno de amor y amar sin avidez ni tiranía, teniendo consciencia — casi existencialmente — del arquetipo celestial y de la sustancia divina; con respecto al objeto digno de amor, éste ennoblece a aquel que lo ama, en la medida en que es amado en Dios. El ser humano puro, primordial y por lo tanto normativo, tiene sus raíces en el orden divino y tiende ipso facto hacia su Origen.

Quien dice amor dice belleza; el aspecto de la belleza, en Dios, es de primordial importancia dentro del contexto del amor espiritual. El amor implica el deseo de posesión y de unión; en este sentido directo, amar a Dios es, si bien no querer poseerlo, al menos querer vivir su Presencia y su Gracia, y al fin y al cabo desear unirse a él en la medida en que lo permiten nuestra potencialidad espiritual y nuestro destino.

El amor apunta a la belleza, hemos dicho; ahora bien, la Belleza de Dios surge de su Infinitud, la cual coincide con su Felicidad y su tendencia a comunicarla, es decir a irradiarla; éste es el “desbordamiento” del Bien Soberano, que a la vez proyecta sus bellezas y atrae a las almas. El Infinito se hace presente ante nosotros y al mismo tiempo nos libera de nosotros mismos; no destruyéndonos sino por el contrario conduciéndonos a lo que somos en nuestra esencia inmortal.

Sólo se puede hablar de la belleza con la condición de saber que es una realidad perfectamente objetiva, la cual es independientemente de ese factor subjetivo que es la afinidad o el gusto; la apreciación de lo bello es en primer término asunto de comprehensión y luego asunto de sensibilidad. Es bello aquello que, en el mundo de las expresiones, está de acuerdo con su esencia celestial, que es su razón de ser; en Dios mismo, la expresión hipostática de la Esencia es la Beatitud, Ananda; es esta la que en última instancia constituye la base de toda belleza. Y la Beatitud coincide con la “dimensión” divina de Infinitud, en virtud de la cual Dios se presenta como el Bien Soberano, fuente de toda armonía y de toda dicha.

Existe un amor de Dios que constituye un método y cuyo punto de partida es una teología, y hay otro amor de Dios cuyo punto de partida es el conocimiento de la naturaleza divina y en consecuencia el sentido de la divina Belleza, la cual nos libera de las estrecheces y de los alborotos del mundo terrenal. El camino del amor — la bakthi metódica — presupone que no podemos ir hacia Dios si no es por él; el amor en sí mismo — la batkhi intrínseca — por el contrario, acompaña al camino del conocimiento, el jnana, y se basa esencialmente en nuestra sensibilidad a la Belleza divina. Es de esta perspectiva — casi platónica — de donde surge por otra parte el arte sagrado, y es por ello que este arte se encuentra intrínsecamente dentro del campo del esoterismo; ars sine scientia nihil.

Por consiguiente, es importante comprender que los aspectos metafísicos y por así decirlo abstractos de Dios también sugieren bellezas y razones para amar: el alma contemplativa puede ser sensible a la inmensa serenidad propia del Ser puro o a la cristalinidad refulgente de lo Absoluto; o se puede — aparte de otros aspectos — amar a Dios por lo que su inmutabilidad tiene de diamantino, o por lo que su infinitud tiene de cálido y de liberador. En nuestro mundo terrenal hay bellezas sensibles: la del cielo ilimitado, la del sol brillante, la del relámpago, la del cristal; todas estas bellezas morales son del mismo orden; se puede amar a las virtudes por su participación por así decirlo estética en las bellezas del Ser divino, así como se puede y se debe amarlas por sus valores específicos e inmediatos.

Belleza, amor, felicidad: el hombre aspira a la felicidad porque la Beatitud, que está hecha de belleza y amor, es su sustancia misma. “Todos mis pensamientos hablan de amor”, dice Dante con un sentido a la vez terrenal y celestial.

Tutti i miei pensier parlan d’amore.


Schuon, Raíces da la Condición Humana,
Olañeta, España, 2002.