Frithjof Schuon
Si partimos de la idea indiscutible de que la esencia de toda religión es la verdad de lo Absoluto con sus consecuencias humanas, tanto místicas como sociales, podemos plantear la cuestión de establecer de qué modo la religión cristiana satisface esta definición; pues su contenido central parece ser, no Dios como tal, sino Cristo; es decir no tanto la naturaleza del Ser divino sino su manifestación humana. Asimismo una voz patrística proclamó con justicia: “Dios se hizo hombre para que el hombre se haga Dios”, lo cual es la forma cristiana de decir que “Brahma es real, el mundo es apariencia”. El Cristianismo, en lugar de yuxtaponer simplemente lo Absoluto y lo contingente, lo Real y lo ilusorio, propone directamente la reciprocidad entre uno y otro: ve lo Absoluto a priori con relación al hombre, y define a éste — correlativamente — de acuerdo con esa reciprocidad, no sólo metafísica sino también dinámica, voluntaria y escatológica. Es cierto que el Judaísmo procede de una manera análoga, pero en un grado menor: no define a Dios en función del drama humano, es decir partiendo de la contingencia, sino que establece la relación casi absoluta entre Dios y su pueblo: Dios es “Dios de Israel”, la simbiosis es inmutable; ello no impide que Dios siga siendo Dios y que el hombre siga siendo el hombre; no hay un “Dios humano” ni un “hombre divino”.
Sea como sea, la reciprocidad que plantea el Cristianismo es metafísicamente transparente, y lo es necesariamente, so pena de convertirse en un error; sin duda, desde el momento que comprobamos la existencia de la contingencia o de la relatividad, debemos saber que lo Absoluto se encuentra incluido en ella de un modo o de otro, es decir que, en principio, la contingencia debe encontrarse prefigurada dentro de lo Absoluto, y que, luego, éste debe reflejarse en la contingencia; tal es el esquema ontológico de los misterios de la Encarnación y de la Redención. El resto es cuestión de modalidad: el Cristianismo propone por un lado la oposición abrupta entre la “carne” y el “espíritu”, y por otro lado — y éste es su lado esotérico — su opción por la “interioridad” contra la exterioridad de las prescripciones legales y contra la “letra que mata”. Además, actúa con ese sacramento central y profundamente característico que es la Eucaristía: Dios no se limita a promulgar una Ley, Él desciende a la tierra y se convierte en Pan de vida y Bebida de inmortalidad.
Con relación al Judaísmo, el Cristianismo comporta un aspecto de esoterismo por tres elementos: la interioridad, la caridad casi incondicional y los sacramentos. El primer elemento consiste en desdeñar más o menos las prácticas exteriores y en acentuar la actitud interior, se trata de adorar a Dios “en espíritu y en verdad”; el segundo elemento corresponde a la ahimsa hindú, la “no-violencia”, que puede llevarnos hasta a renunciar a nuestro derecho, y por lo tanto a salir deliberadamente del engranaje de los intereses humanos y de la justicia social; consiste en ofrecer la mejilla izquierda a aquel que nos ha abofeteado la derecha, y en dar siempre más de lo debido. El Islam marca un retorno al “realismo” mosaico, integrando a Jesús en su perspectiva a título de profeta de la “pobreza” sufí; sea como sea, con el fin de poder asumir la función de una religión mundial, el cristianismo mismo ha debido atenuar su rigor original y presentarse como un legalismo socialmente realista, al menos en cierto grado.
❧
Si “Dios se hizo hombre”, o si lo Absoluto se hizo contingencia, o si el Ser necesario se hizo ser posible, entonces se puede concebir la significación de un Dios que se hizo pan y vino y que hizo de la comunión una condición sine qua non para la salvación; por supuesto no la única condición, pues la comunión exige la práctica casi permanente de la oración, que Cristo ordena en su parábola del juicio inicuo y cuya importancia destaca san Pablo al ordenar a los fieles que “recen sin fatigarse”. Se puede concebir que un hombre, aunque sea vea impedido de comulgar, se salve por la oración, pero no se puede concebir que un hombre no pueda rezar y se salve solamente con la comunión; de hecho, algunos de los más grandes santos, al principio del Cristianismo, vivían en la soledad sin poder comulgar, al menos durante algunos años. Ello se explica por el hecho de que la oración prevalece ante todo, que por lo tanto contiene a su manera la comunión, y necesariamente, puesto que en principio nosotros llevamos en nosotros mismos todo lo que podemos obtener de fuera; “El reino de Dios está dentro de vosotros”. Los medios son relativos; nuestra relación profunda con lo Absoluto no puede serlo.
Con respecto al rito eucarístico, nos sentimos autorizados a formular la precisión siguiente: el pan parece significar que “Dios entra en nosotros”, y el vino que “nosotros entramos en Dios”; presencia de gracia por un lado, y extinción unitiva por el otro. Dios es el Sujeto absoluto y perfecto que, o bien entra en el sujeto contingente e imperfecto, o bien se asimila a éste liberándolo de las trabas de la subjetividad objetivada y exteriorizada, y por ello mismo hecha paradójicamente múltiple. También se podría decir que el pan se refiere más particularmente a la salvación y el vino a la unión, lo cual evoca la distinción antigua entre los pequeños y los grandes misterios [1].
En la Eucaristía, lo Absoluto — o el Sí-mismo divino [2] — se convierte en Alimento; en otros casos, se convierte en Imagen o Icono, y en otros casos también en Palabra o Fórmula; éste es todo el misterio de la asimilación concreta de la Divinidad que utiliza como medio un símbolo propiamente sacramental: visual, auditivo o de otro tipo. Uno de estos símbolos, incluso el más central, es el Nombre mismo de Dios, quintaesencia de toda oración, ya se trate de un Nombre de Dios en sí mismo o de un Nombre de Dios hecho hombre [3]. Los hesicastas consideran que “el corazón bebe el Nombre para que el Nombre beba el corazón”; por lo tanto se trata del corazón “licuificado” que, por el efecto de la “caída”, se había “endurecido”, y de ello surge la comparación frecuente del corazón profano con una piedra. “Es a causa de la dureza de vuestro corazón que él (Moisés) ha escrito para vosotros este precepto”; Cristo consideraba que creaba un hombre nuevo, poniendo como intermediario su cuerpo sacrificial de Hombre-Dios y a partir de una antropología moral particular. Cabe señalar que la posibilidad de salvación no se manifiesta porque sea necesariamente mejor que otra sino porque, siendo posible precisamente, no puede dejar de manifestarse; tal como dijo Platón, y después de él san Agustín, está dentro de la naturaleza del Bien el querer comunicarse.
No sin relación con el misterio de la Eucaristía se encuentra el misterio del Icono; también en este caso se trata de una materialización de lo celestial y por lo tanto de una asimilación sensible de lo espiritual. Quintaesencialmente, el cristianismo comporta dos Iconos, el Santo Rostro y la Virgen con el Niño, el prototipo del primer icono es el Santo Sudario y el del segundo es el retrato de donde brotan, simbólicamente hablando, todas las otras imágenes sagradas, para llegar a esas cristalizaciones litúrgicas que son la iconostasia bizantina y el retablo gótico; asimismo debemos mencionar el crucifijo — pintado o esculpido — en el cual un símbolo primordial se combina con una imagen más tardía. Agreguemos que la estatuaria — ajena a la Iglesia del Oriente — está más cerca de la arquitectura que de la iconografía propiamente dicha [4].
❧
“Dios hecho hombre”: éste es el misterio de Jesús, pero también es, y por ello mismo, el de María; pues humanamente Jesús no tiene nada que no haya heredado de su Madre, a quien llamó con justa razón “Corredentora” y “la divina María”. Asimismo el Nombre de María es como una prolongación del de Jesús; por supuesto, la realidad espiritual de María está contenida en Jesús — la inversa también es válida —, pero la distinción de los dos aspectos tiene su razón de ser; la síntesis no excluye el análisis. Así como Cristo es “el Camino, la Verdad y la Vida”, la Santa Virgen, que está hecha de la misma sustancia, posee gracias que facilitan el acceso a esos misterios, y es ella a quien se aplican en primer término estas palabras de Cristo: “Mi yugo es dulce, y mi carga ligera”.
Se podría decir que el Cristianismo no es a priori tal verdad metafísica, sino que es Cristo; y es la participación en Cristo por medio de los sacramentos y de la santidad. En ese caso, no se escapa a la Realidad divina quintaesencial: tanto en el Cristianismo como en toda religión, hay que tomar en cuenta fundamentalmente dos cosas, abstracta y concretamente: lo Absoluto, o lo absolutamente Real, que es el Bien Soberano y que da un sentido a todo; y nuestra conciencia de lo Absoluto, que debe convertirse para nosotros en una segunda naturaleza, y que nos libera de los meandros, de los callejones sin salida y de los abismos de la contingencia. El resto es asunto de adaptación a las necesidades de tales almas y de tales sociedades; pero las formas también tienen su valor intrínseco, pues la Verdad quiere a la Belleza, tanto en los velamientos como en la última Beatitud.
❧
La metafísica intrínsecamente cristiana, no helenizada, se expresa por las sentencias iniciales del Evangelio según san Juan. “En el comienzo era el Verbo”: evidentemente se trata no de un origen temporal sino de una prioridad de principios, la del Orden divino, al cual pertenece el Intelecto universal — el Verbo — al surgir de la Manifestación cósmica, de la cual es el centro a la vez trascendente e inmanente. “Y el Verbo era junto a Dios”: precisamente bajo el aspecto de la Manifestación, el Logos se distingue del Principio; la distinción entre las dos naturalezas de Cristo refleja la inevitable ambigüedad de la relación Atma-Maya. “Por Él todo fue hecho”: no hay nada de lo creado que no haya sido concebido y prefigurado en el Intelecto divino. “Y la luz luce en las tinieblas, y las tinieblas no la recibieron”: está en la naturaleza de Atma penetrar en Maya, y está en la naturaleza de cierta Maya resistirse [5], y sin ello el mundo dejaría de ser el mundo; y “el escándalo debe llegar”. La victoria de Cristo sobre el mundo y la muerte retrasa o anticipa la victoria en sí misma intemporal del Bien sobre el Mal, o de Ormuz sobre Arriman; victoria ontológicamente necesaria porque resulta de la naturaleza misma del Ser, a pesar de las apariencias iniciales contrarias. Las tinieblas, aun ganando, pierden; y la luz, aun perdiendo, gana; Pasión, Resurrección, Redención.
Notas
[1] En un sentido más general, diremos que los sacramentos cristianos son exotéricos para los exoteristas y esotéricos o iniciáticos para los esoteristas; en el primer caso apuntan hacia la salvación, y en el segundo hacia la unión mística.
[2] El Principio Supremo, desde que se hace interlocutor hacia el hombre, entra en la relatividad cósmica a causa de su personificación; ya no sigue siendo lo Absoluto en relación al hombre, excepto desde el punto de vista del Intelecto puro.
[3] Citemos a san Bernardino de Siena, gran promotor — hoy olvidado — de la invocación del Nombre de Jesús: «Introducid el Nombre de Jesús en vuestras casas, en vuestras habitaciones, y conservadlo en vuestros corazones». «La mejor inscripción del Nombre de Jesús es en el corazón, luego en la palabra y por último en el símbolo pintado o esculpido». «Todo lo que Dios ha creado para la salvación del mundo está oculto dentro del Nombre de Jesús: toda la Biblia, desde el Génesis hasta el último Libro. La razón es que el Nombre es origen sin origen… El Nombre de Jesús es tan digno de alabanza como el mismo Dios».
[4] El Judaismo y el Islamismo, que proscriben las imágenes, las reemplazan en cierto modo por la caligrafía, expresión visual del discurso divino. Una página iluminada del Corán, una pequeña plegaria adornada con arabescos, son «Iconos abstractos».
[5] Aquí se trata de la dimensión negativa propia de la Maya infracelestial, hecha de oscuridad en tanto que se aleja del Principio, y de luz en tanto que manifiesta aspectos de éste. Es el dominio de la imperfección y de la impermanencia, pero también del teomorfismo potencialmente liberador, mientras que la Maya celestial es el dominio de los arquetipos y de las hipóstasis.
Frithjof Schuon, Raíces de la Condición Humana,
Olañeta, España, 2002.