por Frithjof Schuon
El punto de vista propio de las religiones de origen semítico se caracteriza, entre otras cosas, por su tendencia a negar todo lo que no interesa al hombre como tal: negará por lo tanto la inmortalidad del alma animal, y también, lo que viene a ser lo mismo de alguna manera, la transmigración del alma a través de las existencias no humanas; no obstante, no se puede hablar aquí de negación sino de una manera muy exterior y muy relativa, ya que no hay errores en las Revelaciones y se trata en el caso presente más bien de una concepción muy sintética y simplificada de los estados póstumos, cuya totalidad se encuentra reducida a dos estados “eternos” [1], el cielo y el infierno [2]. Si en esta concepción el alma animal es negada, es porque, no siendo humana, no puede participar directamente [3] en los medios de salvación y no puede pues salvarse a partir de su propio estado; de una manera análoga, todo estado póstumo no correspondiendo al estado humano se asimilará, implícita si no explícitamente, a los estados infernales o a los “limbos”, según los casos. Ni que decir tiene que, si los estados no humanos –no hablamos por supuesto de los estados angélicos– pueden ser asimilados al infierno porque ellos constituyen la salvación, se puede por otra parte, con no menos razón, asimilar estos mismos estados a los limbos ya que ellos no constituyen la condenación [4]; por lo tanto, cuando “paganos” y “herejes” son declarados excluidos de la salvación –y en la medida en que esto es así– eso no podría significar, esotéricamente hablando, que ellos deban entrar en los ámbitos infernales. Por otro lado, la asimilación de los estados no humanos –o infrahumanos si se prefiere– a los estados infernales se justifica todavía por el hecho de que la transmigración implica sufrimiento, o más exactamente la alternancia de estados felices e infelices, algo de lo cual el ser no está liberado más que en el Paraíso; pero este argumento es obviamente reversible y puede muy bien servir para poner de manifiesto que la transmigración, en tanto que sus sufrimientos son efímeros no es infernal en el sentido absoluto que da a esta palabra el punto de vista teológico.
Nos parece inevitable responder aquí a una objeción demasiado a menudo formulada, y que pone por otra parte crudamente a la luz lo que el punto de vista específicamente teológico tiene, por su antropomorfismo mismo, de provisional y por tanto de vulnerable: es la objeción –ampliamente explotada por los ateos, pero inevitablemente mal refutada por el exoterismo– de que no hay ninguna común medida entre un acto, tan malo como sea, y un castigo sin final, o en otros términos, que una causa limitada no puede tener un efecto ilimitado; esta objeción comporta una verdad innegable, y muestra incluso que el cielo y el infierno no podrían ser «eternos» en el sentido literal de la palabra [5]; sin embargo, si la objeción es verdadera en sí, no lo es sin embargo en absoluto en detrimento de lo que la Revelación religiosa tiene realmente en vista, ya que además de que es perfectamente legítimo, en lenguaje humano, decir que una acción es «recompensada» o «castigada» por Dios, no es tal acción la que se castiga, sino tal actitud o tendencia fundamental y por consiguiente irremediable [6]; la acción pecadora no representa pues más que una manifestación o un símbolo de esta actitud o tendencia. Dicho de otra manera, solo van en infierno aquellos que, si Dios los sacara, harían todo por volver a entrar; la perpetuidad del infierno está pues menos en el rigor del Juicio que en la naturaleza de los condenados. Dios no esta en absoluto sometido al tiempo y, para El, el «castigo» –como también la «recompensa»– marca un aspecto esencial de tal ser, al mismo título que las acciones o actitudes que, desde el punto de vista humano, parecen haber causado bien el castigo, o la retribución. El individuo es aquello que debe ser según su posibilidad, es decir que él es una expresión necesaria de la Omni-Posibilidad; las posibilidades particulares no tienen otra explicación que la infinitud de la Posibilidad universal, y no se podría explicarlas por consideraciones morales.
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Según una expresión hindú, «la condición humana es difícil de obtener»; lo que significa que, para el ser en transmigración, las oportunidades de entrar en un estado central como el estado humano precisamente, –o de mantenerse ahí, tras la muerte, si se encuentra en ese estado– son inconmensurablemente menores que las de caer en un estado periférico, como el de los animales, de los vegetales o incluso de los minerales. Esta desproporción se expresa lo más claramente posible en el simbolismo geométrico al cual acabamos de pedir prestados nuestros términos: incluso reemplazando el punto geométrico por un punto visible, –por tanto, por una circunferencia lo más reducida posible, esto es, hasta el límite de la visibilidad,– la extensión de este centro será siempre insignificante comparada con la de la circunferencia. Representémonos una lluvia que riega un terreno cuyo centro está marcado por un guijarro: habrá infinitamente más probabilidades para las gotas de agua de caer en el terreno que sobre la piedra; y esta imagen, convenientemente traspuesta, permite entrever no sólo porqué la condición humana es «difícil de obtener», sino también porqué esta condición –o en cualquier otro mundo la condición análoga– representa a Dios «sobre tierra»; es en efecto a partir de esta sola condición que el ser puede realizar a Dios y salir por lo tanto de la transmigración (el samsâra). La razón suficiente del estado humano, su ley existencial (dharma), es ser un puente entre la tierra y el cielo, por lo tanto de «realizar a Dios» en un grado cualquiera [7], –o lo que viene a ser lo mismo, de salir del cosmos, por lo menos del cosmos formal [8]; esto explica por otra parte porqué toda moral sagrada hace hincapié en la importancia de la procreación en el matrimonio y no ve en éste otro fin: la procreación, en efecto, permite a las almas errantes en los estados periféricos y pasivos –análogos, pero no idénticos, a las especies animales, vegetales y minerales de nuestro mundo terrestre– entrar en un estado central, activo, libre, –el estado humano– y obtener allí la salvación o la liberación; la mujer, si puede garantizar a sus hijos, como es el caso en las civilizaciones tradicionales, los medios de salvación, realiza pues una obra infinitamente caritativa por su función maternal; la madre es así una puerta sagrada hacia la liberación. No hay ninguna contradicción en el hecho de que la moral cristiana quiera simultáneamente la procreación y la castidad, e incluso esta última antes que nada, ya que estas dos funciones no tienen igualmente sentido más que con vistas a Dios: la castidad de una manera directa, interior, «vertical», mística, y la procreación de una manera indirecta, exterior, «horizontal», social; en otros términos, una es cualitativa y otra cuantitativa, en un cierto sentido al menos. La castidad, lejos contradecir la función de la procreación, corresponde por tanto –no en si misma, sino en virtud del papel efectivo que tiene en tal vía espiritual– a lo que hace la razón suficiente del estado humano; sin la castidad, se dirá según esta perspectiva, la vida no tiene sentido; pero sin la procreación, no hay nadie para ser casto; es necesario pues adoptar una opinión que reconcilie estas dos exigencias. El hombre que procrea debe en efecto realizar la castidad según los modos apropiados; y del mismo modo, pero en sentido inverso, el hombre casto debe procrear según los modos que exige su función: es decir, el hombre casado debe ser casto, en primer lugar respecto a las mujeres distintas de la que le permite la ley religiosa, a continuación hasta cierto punto también respecto a la suya, y finalmente hacia su alma cuya posición, con relación al espíritu, es femenina; en cuanto al hombre que hace voto de castidad, debe procrear a su vez, pero espiritualmente, y lo hará por una parte por la transmisión de las verdades y gracias espirituales, y por otra parte por la irradiación de su santidad. Lo que acabamos de decir implica que la castidad según la carne no constituye en absoluto una exigencia absoluta, puesto que es en si misma una actitud estrictamente humana; en cuanto a la castidad espiritual, de la que la castidad carnal no es más que un apoyo entre otros igualmente posibles, se impone de una manera incondicional, ya que sin ella no hay salida del mundo ilusorio de las formas; pero esta castidad espiritual podrá tomar distintos nombres según las vías: es así que en el Islam se convierte en «pobreza», de modo que las funciones de procreación y castidad pueden unirse, aquí, incluso en el plano carnal.
Pero volvamos de nuevo después de esta digresión a la cuestión de la posibilidad que ofrece el estado humano –y en otros mundos los estados análogos– de salir de la indefinida ronda cósmica: el hombre, con el fin de poder realizar esta liberación, debe ya poseer una cierta libertad eminentemente superior [9] en su naturaleza misma, y esta libertad, es el libre albedrío que eleva al hombre por encima de los seres pasivos como los animales; pero es también lo que, por una trágica paradoja, –inherente por lo demás a la creación como tal,– permite al hombre no tener en cuenta en absoluto su ley existencial o innata, o digamos del sentido de su vida; en este caso, solo será hombre accidentalmente o de alguna manera por casualidad [10], y para nada necesariamente o por definición esencial [11].
Se desprende de lo que acabamos de exponer que la razón suficiente de toda forma de Revelación consiste en realizar, de la manera más amplia posible, lo que constituye la razón de ser de nuestra existencia misma; queremos decir que la religión debe dirigirse a todas las aptitudes, incluso las más modestas, usando, como lo hacen los ángeles, diferentes lenguajes espirituales, pero siempre conformes a la Idea fundamental; la religión proporcionará pues, a aquel que responde por su naturaleza a la definición de «hombre», los medios de realizar su fin último, –ser perfectamente hombre es «llegar a ser Dios» [12], – y por otra parte, a aquellos que son hombres de alguna manera a pesar suyo, el medio, no en primer lugar de ir a Dios, sino de querer dirigirse hacia El, y por lo tanto de llegar a ser antes que nada, plenamente hombres [13].
Notas
1. La «eternidad» es una cualidad absoluta –aquella cuya ausencia relativa hace precisamente al tiempo– y no puede por lo tanto asignarse sino a Dios, a menos de un lenguaje totalmente simbólico.
2. El hecho de que ni la Iglesia Ortodoxa ni el Islam admitan explícitamente el purgatorio no significa de ninguna manera que niegan la cosa, como lo muestra por ejemplo esta enseñanza del Profeta: «Aquellos que hayan merecido el paraíso entrarán en el; los rechazados irán en infierno. Dios dirá entonces: ¡Que se haga salir del infierno a aquellos que tienen en el corazón aunque solo sea el peso de un grano de mostaza de fe! Entonces se los hará salir, aunque ya estén calcinados; luego se los lanzará al río de agua de lluvia (la lluvia que significa la Gracia) –o en al río de la vida (es decir de la Beatitud que, estando más allá del sufrimiento y de la muerte, se identifica con la Vída pura)– e inmediatamente renacerán.»
3. Esta reserva se impone porque, en los ritos sacrificiales tal como existen en el Judaísmo y el Islam, el alma del animal sacrificado se beneficia también del rito, quizás renaciendo en un estado central o libre como el nuestro.
4. Si no fuera así, los animales por ejemplo estarían en el infierno. Es cierto que el estado de las especies inferiores puede a menudo hacer pensar en el estado infernal, y eso tanto más como que, según toda verosimilitud, es la especie entera la que constituye aquí un individuo, de modo que un tal estado no finalizaría mas que con la extinción misma de la especie, lo que simbolizaría muy bien la perpetuidad del infierno; es quizás este aspecto múltiple de un individuo lo que tiene en vista la Ley de Manu cuando habla de un gran número de renacimientos en el cuerpo de un animal inferior. Lo inverso tiene lugar en los ángeles donde cada «individuo», si se puede decir, equivale él solo a una especie entera.
– No hay que perder vista que la «cualidad» cósmica es más o menos independiente del «grado» cósmico, en caso contrario no habría ni hombres viles, ni animales nobles; es decir que el animal, con relación al hombre, no es inevitablemente un individuo inferior, y que puede incluso ser todo lo contrario, según los casos; pero su estado cósmico no dejará de ser inferior con relación al estado humano; es necesario pues distinguir «individuo» y «estado».
– Por lo que se refiere a los ángeles, es necesario distinguir por una parte aquellos que son los más elevados de los seres periféricos o pasivos, y por otra parte aquellos que son los aspectos o funciones del «Espíritu» y que, por ello, son los estados centrales y activos por excelencia; ellos constituyen los aspectos «creados» del «Espíritu Santo», por lo tanto de Dios, lo cual la teología ordinaria no puede obviamente admitir bajo esta forma. En la doctrina hindú, estos ángeles son los Dévas, de la Trimúrti ; la doctrina islámica, enseña que el «Espíritu» (Er-Rûh, en sánscrito Buddhi) –cuyos aspectos o funciones constituyen precisamente los «ángeles supremos» (El-Mala’ el-a’ la o El-Mala’ ikat el-kiram)– no debió prosternarse como los otros ángeles ante Adán, y que, según un simbolismo espacial, él supera en inmensidad a todos los ángeles ordinarios tomados juntos, lo que vuelve de nuevo a decir que en el orden universal, en virtud de la analogía opuesta, el centro es «mayor» que la periferia.
5. Esta «eternidad» no puede ser sino un «perpetuidad», por lo tanto una duración indefinida; por otro lado, ni la expresión cristiana in saecula saeculorum ni las palabras coránicas khalada, khalid. khuld (refiriéndose a la perpetuidad o inmortalidad) significan la eternidad. Según Santo Tomás de Aquino, «el infierno solo es llamado eterno a causa de su invencibilidad». Es por eso que no hay verdadera eternidad en el infierno, sino más bien tiempo… ». El cielo y el infierno son «eternos» porque son relativamente inmutables con relación a nuestra vida terrestre, y eso en grados diferentes.»
– Importa señalar aquí que la teología ordinaria no podría constituir un sistema cerrado frente a la metafísica pura, y que no puede impunemente plantearse como tal; eso aparece muy claramente en ciertas proposiciones teológicas de las que lo menos que se puede decir es que son fragmentarias y no saben compensar su aparente ininteligibilidad mas que por medio de vagas referencias a una Sabiduría divina «insondable». Pensamos aquí sobre todo en la teoría relativa a la «Infinita Bondad» y la «infinita Justicia» y explicando el creación del hombre por aquella y su condenación por ésta, o también a la idea del «castigo eterna» merecido por una ofensa cuasi-infinita de la dignidad de Dios, idea que implica la de la ausencia de compasión en los elegidos con respecto a los condenados; todas estas proposiciones tienen obviamente un sentido y son por lo tanto justificables, pero solamente por la metafísica, no por razonamientos antropomórficos. Por lo tanto, resulta del exoterismo mismo que él no podría estar realmente completo sin el esoterismo, y que presenta, al contrario, grietas que solamente la ciencia sagrada puede llenar, sin lo cual las tinieblas se introducen ahí. Solo el esoterismo posee las luces suficientes para afrontar todas las objeciones posibles y para explicar positivamente la religión; pero esto supone que explique de una sola vez toda la religión, y, por lo mismo, toda religión; en una palabra, o bien se mantiene, contra la «sabiduría según la carne», el exoterismo y el esoterismo a la vez, –la forma y la esencia,– o bien no se mantiene nada en absoluto.
6. Según la doctrina islámica, esta condenado el que lleva el «rechazo de la Verdad» (kufr) en su esencia (dhat) misma, y no el que solo la lleva en sus atributos (cifat), estando concebidos estos últimos como accidentes.
– Un hadith dice que un hombre entró al Paraíso por haber dado a beber a un perro; está claro que esta acción sola no podía por si misma tener tal efecto, pero todo se vuelve comprensible cuando se la concibe como una manifestación especialmente característica –culminante de alguna manera–, de la tendencia fundamental, y fundamentalmente buena, del alma de que se trata.
7. Los Hindúes expresan esta verdad de la siguiente manera: así como el dharma del agua es fluir y el del fuego es quemar, o el del pájaro volar y el del pez nadar, así mismo es el dharma del hombre realizar Brahma, y por lo tanto liberarse de samsâra .
– En el mismo sentido aún, la teología cristiana enseña que el hombre se creó para conocer a Dios, amarlo, servirlo y, por este medio, adquirir la Vida eterna.
8. El cosmos formal constituye la periferia cósmica, siendo el centro cósmico el Paraíso en sentido ordinario de la palabra. Esta reserva es útil porque el Paraíso significa a menudo, en las doctrinas esotéricas, lo que se podría llamar, a falta de un mejor término, el «Estado divino», por lo tanto la realización de Dios.
– Si hablamos aquí de Paraíso en singular, no es, por supuesto, para excluir la pluralidad de los Paraísos, testificada por todas las Revelaciones, sino porque esta palabra puede designar en realidad el conjunto de los mundos paradisíacos, o también, en Dios El-mismo, el conjunto de sus Nombres.
9. Es evidente que los animales y los vegetales reflejan ellos también la Libertad divina, y que por este hecho son necesariamente libres, al menos sobre un determinado aspecto, precisamente el de su participación en la Libertad de Dios; pero esta participación es, en un grado eminente, menos directa que la del hombre, de modo que es perfectamente legítimo, desde el punto de vista humano, negar la libertad animal, así como es legítimo desde el «punto de vista divino» negar la libertad humana.
10. Hablando rigurosamente, no hay en absoluto casualidad; si empleamos sin embargo aquí esta palabra, es de una manera muy relativa y provisional, con el fin de señalar una determinada ausencia de necesidad.
11. Es lo que el lenguaje hindú expresa simbólicamente diciendo que el hombre infiel a su propia razón suficiente –al dharma humano– es shúdra o incluso «fuera de casta» y no «dos veces nacido» (dwija), es decir consagrado o iniciado. El bautismo cristiano tiene también el sentido de una integración del ser accidentalmente humano en el estado esencialmente humano, en el sentido de que confiere la virtualidad del estado primordial o edénico.
– La casta está basada en la herencia psíquica, y esta es un hecho innegable, aunque haya aquí, como por todas partes en el orden cósmico, «excepciones que confirman la regla»: el sistema hindú tiene plenamente en cuenta estas excepciones, puesto que nadie preguntará a un ermitaño errante (parivrájaka) cual fue su casta anteriormente; las diferencias humanas se borran en la santidad, e incluso simplemente en el estado social –o más bien extrasocial– que le corresponde.
12. Según San Basilio, «el hombre es una criatura que ha recibido la orden de llegar a ser Dios»; en el mismo sentido, San Cirilo de Alejandría dijo: «Si Dios ha devenido hombre, el hombre ha devenido Dios.»
– La doctrina hindú dirá que hay que «llegar a ser Eso que nosotros somos», a saber Aquello que solamente «es».
13. Son estas verdades las que el materialismo quiere ignorar a todo precio; por la lógica de las cosas, él desemboca en el igualitarismo, por lo tanto en todo lo que es lo más contrario a la naturaleza humana. En efecto, si somos todos iguales en la materia, es decir en las necesidades materiales y las leyes físicas, eso no tiene absolutamente nada que ver con nuestra calidad de hombres; ahora bien ésta es nuestra razón de ser, o en otros términos, es lo único que nos distingue de los animales. El materialismo equivale pues a una reducción del hombre al animal, e incluso al animal más inferior, puesto que éste es el más colectivo; eso explica el odio de los materialistas hacia todo lo que es supra-terrestre, trascendente, espiritual, ya que es precisamente por lo espiritual por lo que el hombre no es animal. Quién reniega de lo espiritual reniega de lo humano: la distinción moral y legal entre el hombre y el animal se vuelve entonces puramente arbitraria, a la manera de una tiranía cualquiera; es decir que el hombre pierde, por su abdicación, todos sus derechos sobre la vida de los animales que, ellos, tienen los mismos derechos que el hombre, puesto que tienen las mismas necesidades materiales; se puede obviamente hacer valer el derecho del más fuerte, pero entonces ya no es cuestión de igualdad, y este derecho valdrá también para los hombres entre ellos. Por último, hay todavía una cosa que los materialistas no tienen en absoluto en cuenta, y es el hecho de que el hombre normal sufre por estar en la carne: la vergüenza que él experimenta por su existencia fisiológica es un indicio suficiente del hecho de que él es, en la materia, un extranjero y un exiliado; la transfiguración eventual de la carne por la belleza humana no cambia en nada las leyes humillantes de la existencia física.