Benares, c. 1890.

por Frithjof Schuon

Se ha dicho que las taras características del Occidente moderno son el racionalismo, el materialismo y el sentimentalismo. Según el primero, sólo la razón produce todo conocimiento; según el segundo, sólo la materia da sentido a la vida; en cuanto al sentimentalismo, más bien habría que hablar de psicologismo, además de que no hay que confundir tal emotividad con la emotividad como tal, ni querer minimizar los defectos de Oriente exagerando los de Occidente. Según el psicologismo, lo espiritual y lo intelectual se reducen a lo psíquico, y por lo tanto en cierto sentido a lo infrahumano: muy paradójicamente, quienes lo dicen son racionalistas.

Sin embargo, es importante comprender que el racionalismo «positivista» de Occidente no excluye la presencia de un elemento válido que depende también de la razón y que es el hábito de fiarse de ésta en todos los casos en que ello se impone; o sea de considerar la naturaleza de las cosas y no de obedecer a reflejos convencionales. Si el occidental -«librepensador» o no- tiene tendencia a «pensar por sí mismo», con razón o sin ella según los casos, esto tiene causas lejanas; el espíritu occidental se expresó a través de Platón y Aristóteles antes de experimentar la influencia del fideísmo cristiano, y ni siquiera entonces podía evitar recurrir a los filósofos griegos, y ello desde los orígenes. Por otro lado, si Occidente tenía necesidad a fin de cuentas de esta religión mesianista y dramática que es el cristianismo, es porque el europeo medio era un activo y un aventurero, y no un contemplativo como el hindú; pero el atavismo «ario» debía volver a la superficie tarde o temprano, y de ahí el Renacimiento y el racionalismo moderno. Sin duda el cristianismo presenta elementos de esoterismo que lo hacen compatible con todos los temperamentos étnicos, pero su estructura formal, o su actitud moral, debía convenir al temperamento fundamental de Occidente, ya sea mediterráneo o nórdico.

Señalemos aquí una curiosa analogía entre el cristianismo y el budismo: el primero fue, por su propia naturaleza, un mensaje semítico para el mundo ario; el segundo fue, igualmente por su naturaleza, un mensaje hindú para el mundo extremo-oriental.

Los tradicionalistas reprochan con demasiada facilidad a Copérnico y a Galileo el hecho de destruir la imagen bíblica y ptolemaica del mundo, ese tejido espiritualmente eficaz de simbolismo cósmico; olvidan que no se puede impedir que el hombre haga descubrimientos y que, una vez hecho el descubrimiento, el hombre no puede evitar sacar de él consecuencias racionales.

Con toda evidencia, la apariencia de un sol que sale por el este y se pone por el oeste no es debida al azar; está en la naturaleza de las cosas y ofrece al hombre lo que necesita; en cierto sentido, la estructura objetiva del cosmos no es más que el mecanismo de una realidad-símbolo querida por la Providencia para el hombre y, por consiguiente, proporcionada a las exigencias de su naturaleza. La realidad física conserva forzosamente sus derechos –lo que implica que es simbólica a su vez- pero es el tradicionalismo el que tiene la última palabra: en primer lugar, no basta con percibir la realidad objetiva, también hay que poder asimilarla; a continuación, hay algo que falta gravemente a la ciencia llamada «exacta», y es el conocimiento metafísico, sin el cual, precisamente, ciertas realidades –no percibidas por el hombre «primitivo»- son inasimilables y se convierten para el hombre en factores de desequilibrio y de decadencia, como lo demuestra la situación ecológica y cultural del mundo actual. Pensamos aquí, no sólo en la astronomía o la física, sino en todas las ciencias, incluida la medicina; el hombre ya no se sabe a dónde va.

Había sabiduría en el concepto medieval de la «doble verdad», la teológica y la racional. Pues está el símbolo y está el «hecho»: ahora bien, el símbolo comprendido vale infinitamente más que el hecho incomprendido. Es «verdadero», bajo la Mirada divina, lo que abre la puerta hacia la Verdad a la vez trascendente e inmanente; la apariencia del sol naciente tiene algo de sagrado porque refleja el misterio de la Revelación; el símbolo natural no es una imagen, es un aspecto concreto de la cosa simbolizada, y es en este sentido como el sol parece decirnos: Adveniat Regnum tuum.

La oscilación entre el simbolismo y la «realidad objetiva» hace pensar en la que existe entre Oriente y Occidente, o también, en cierto sentido, entre la «fe» y la «razón», o entre la tradición y el racionalismo materialista; lo cual puede exigir toda clase de precisiones y puntualizaciones, menos en el plano de los principios que en el de los hechos humanos.

En la India, como en otras partes de Oriente, la sentimentalidad fideísta combinada con el fariseísmo meticuloso y pesado de los «escribas», ha tenido por efecto un convencionalismo irracional poco compatible con la serenidad del Intelecto, pero contrarrestado por la libertad casi ilimitada –o digamos el «esencialismo»- de los yogîs y las yogînîs. Por lo demás, se encuentra este tipo de compensación en todos los mundos religiosos, en un grado u otro, particularmente en el marco del sufismo.

En contacto con las civilizaciones tradicionales, el occidental puede quedar deslumbrado por los aspectos de belleza y de grandeza presentes en los hombres y las obras de arte, pero también puede quedar penosamente sorprendido por un convencionalismo que no retrocede ante lo absurdo, e incluso por crueldades completamente inútiles. Con esta palabra no entendemos las crueldades punitivas que existían en todas partes, ni las fechorías de tiranos paranoicos, incluidos los del siglo XX, sino únicamente una barbarie gratuita incorporada más o menos en las costumbres. Se puede reprochar a algunos occidentales su incomprensión de los valores esenciales y profundos de estas civilizaciones, pero no se les puede criticar por sus reacciones racionales frente lo irracional.

A veces hay orientales que se dejan seducir por el mundo occidental, no porque el veneno de la modernidad es contagioso, sino porque descubren en este mundo unos valores psicológicos y morales a los que no están acostumbrados; lo que les lleva, por otra parte, a subestimar a su patria ancestral y a querer reformarla en un plano en el que no hay nada que reformar, precisamente. La racionalidad de los occidentales –profana pero eficaz en su nivel- es tomada por una superioridad incondicional porque está indemne de ese convencionalismo que complica y hace pesado al mundo oriental, mientras que es espiritualmente inoperante sin el conocimiento metafísico, que es la razón de ser de la inteligencia.

La posibilidad de dejarse seducir a priori, no por la superioridad material de Occidente, sino por cierta racionalidad completamente natural del hombre occidental, es un fenómeno mucho más probable en el oriental de raza blanca que en el de raza amarilla, dado que el extremo-oriental es él mismo naturalmente racional y por consiguiente está más cerrado –en ciertos aspectos- al convencionalismo sentimental. El extremo-oriental podría reprochar al oriental de raza blanca que sea un «soñador», mientras que el blanco, por su parte, podría reprochar al amarillo el ser demasiado «prosaico»; lo cual es una forma puramente simbólica, y cuando menos aproximada, de expresar cierta diferencia de psicología racial. No cabe hablar aquí de superioridad y de inferioridad, y en vano se buscaría, en una materia tan compleja y sutil, una solución a la vez sencilla y perfectamente adecuada. Sea lo que fuere, al hablar de los amarillos, pensamos ante todo en los chinos y los japoneses, sin excluir a los pueblos análogos, como los coreanos; el caso de los siameses y los malayos es sin duda diferente, tanto más cuanto que son culturalmente próximos a la India, o al Islam.

Para volver al fondo de la cuestión: se puede decir que el Occidente moderno está «desviado», mientras que el Oriente tradicional es «decadente»; sin embargo, el hombre occidental posee ciertas cualidades, a pesar –y parcialmente en función- de los hábitos de su ambiente; el hombre oriental, por su lado, vehicula los tesoros de su tradición, a pesar de la inevitable decadencia de su mundo. Se podría decir también que el occidental es racional –relativamente, por supuesto- en el plano de las contingencias pero que olvida lo esencial, mientras que el oriental es más o menos irracional en lo accidental al mismo tiempo que vive bajo la hipnosis de lo Absoluto; o también, que uno mira el mecanismo de las cosas, y el otro, sus intenciones divinas; sea como sea, recordemos que el hombre ha sido creado libre y guardémonos de un esquematismo expeditivo e irrealista. El autor de estas líneas es un europeo que ha aceptado la metafísica desde su adolescencia, y con alegría, sin sentir nunca en sí mismo una herencia «occidental» que se opusiera a las exigencias de su vocación; et Pax hominibus bonae voluntatis.

Si el hombre oriental, por el hecho de su tradicionalismo, fuera ese hombre totalmente superior que algunos han imaginado, no se modernizaría con un celo tan desmesurado, y tan sorprendente de su parte; inversamente, si el occidental, por el hecho de su modernidad, fuese un hombre que hubiera que reeducar por completo, no se interesaría por el arte y la espiritualidad de Oriente, a veces con extravagancia, pero a menudo también con el discernimiento y la sensibilidad de personas intelectualmente sanas y dispuestas a instruirse. El problema, o la solución, no es una reforma de Occidente por parte de Oriente, es una reforma del mundo entero por la Verdad a secas; y esto no es posible sin una intervención del Altísimo, en la que debemos participar en nuestro plano; pues «ayúdate y el Cielo te ayudará».

Una circunstancia general que no hay que perder de vista es que nos encontramos en la «edad de hierro», la «edad oscura», el kali-yuga, o incluso en el final –particularmente desgraciado- de esa edad prevista por todas las doctrinas tradicionales; ahora bien, este período afecta a la humanidad entera, y profundamente, de modo que no hay razón para admitir que la decadencia sólo esté en un lado, y la perfección en el otro.

Pero aunque Oriente no estuviera comprendido en el kali-yuga, nos veríamos obligados a constatar que no tiene unidad, es decir, que se compone de diversos mundos muy diferentes; entonces se plantea esta cuestión: ¿qué Oriente se supone que debe venir a socorrer a Occidente, a reeducarlo y a salvarlo? Aquí aludimos a una opinión controvertida que está muy lejos de servir a la causa sagrada de la philosophia perennis.

Por lo que respecta a la cuestión de la racionalidad occidental, de la que hemos hablado más arriba, hay que tener en cuenta lo siguiente: el «espíritu crítico», si puede decirse así, se ha desarrollado en un mundo en el que todo se pone en tela de juicio y en el que la inteligencia se ve empujada a un estado de autodefensa, mientras que Oriente ha podido dormirse a la sombra de lo sagrado y lo convencional, en la seguridad de un universo religioso sin fallos.

 En Occidente, disciplinas como la «ciencia de las religiones» y la «crítica textual», sean cuales sean sus errores de principio, gozan de circunstancias atenuantes, dadas las «pruebas» irrefutables; de modo que ciertas hipótesis pueden ser válidas, a pesar de la falsedad de su contexto.

En una palabra: rechazamos el racionalismo, no a causa de sus críticas a veces plausibles a la religión humanizada, sino a causa de su negación del núcleo divino del fenómeno religioso; negación que implica esencialmente la de la intuición intelectual, y por lo tanto la de esta Presencia divina inmanente que es el Intelecto. El error fundamental de la racionalidad sistematizada –por lo demás, es equivocado atribuir esta ideología a los grandes griegos- es poner el razonamiento falible en el lugar de la infalible intelección; como si la facultad racional fuese toda la Inteligencia, y la única Inteligencia.

En el orden de las reacciones contra el racionalismo, o incluso simplemente de las supervivencias del espíritu pitagórico, conviene mencionar la antigua «teosofía», que se ha manifestado –de modo parsimonioso pero auténtico- hasta el siglo XIX; por una parte conciliando el «creer» y el «saber», y por otra reaccionando contra el luciferismo de la razón desviada de sus funciones normales.

En un orden de cosas totalmente opuesto, constatemos ese suicidio de la razón –o ese «esoterismo de la necedad»- que es el existencialismo en todas sus formas; es la incapacidad de pensar erigida en filosofía. El racionalismo positivista y democrático tenía que llegar hasta aquí.

Occidente poseía la perspectiva del Conocimiento, la «Filosofía», con Pitágoras, Platón, Aristóteles, Plotino; si a fin de cuentas tenía necesidad del cristianismo es porque ignoraba la perspectiva del Amor, salvo en los Misterios; necesitaba una religión que le ofreciera el Amor en una forma apropiada a su temperamento. Observemos que la racionalidad de los antiguos carecía gravemente de caridad y que la que conocemos y admitimos en nuestros días es en definitiva una racionalidad cristianizada, incluso entre los no creyentes.

La India presenta, con el Vedânta shivaíta y shankariano, la cumbre de la philosophia perennis; tiene igualmente su vía de Amor, la Bhakti vishnuíta y krishnaíta, de modo que no tenía necesidad, como Europa, de un mensaje religioso procedente, llegado el caso, del exterior. Añadamos que el genio hindú, y el genio espiritual en general, tiene dos polos: el discernimiento y la contemplación; ahora bien, es esta última la que predomina en la mayoría; predomina a priori en la Bhakti, la Vía de Amor, mientras que el discernimiento, que culmina en la consciencia de la «Identidad suprema», florece en el Jñana, la Vía del Conocimiento.

Por lo que respecta a la coexistencia de la «fe» y la «razón», el Islam presenta –en modo religioso pero también esotérico- un equilibrio entre los dos polos, y esto es en cierto sentido su razón de ser; lo que precisamente implica una abertura metafísica para el gnóstico: el «conocedor por Allâh».

Un fenómeno significativo de la Providencia es el encuentro, en el suelo de la India, del brahmanismo y el islamismo, o sea del Sanâtana Dharma, la más antigua de las grandes Revelaciones, y el Islam, que cierra el ciclo de las manifestaciones del Verbo.


Este artículo fue publicado en la revista Connaissance des Religions, n. 45-46, enero-junio de 1996 y ha sido traducido por Esteve Serra.