El hombre que “ama a Dios” es aquel que “vive en el Interior” y “hacia el Interior”, es decir, que permanece inmóvil en su interioridad contemplativa -en su “ser” si se quiere- mientras camina hacia su Centro infinito. La inmovilidad espiritual se opone aquí al movimiento sin fin de los fenómenos externos, mientras que el movimiento espiritual se opone en cambio a la inercia natural del alma caída, al “endurecimiento del corazón” que debe ser curado por la “gracia” y por el “amor”, es decir, cuyo remedio es todo lo que ablanda, transmuta y trasciende el ego.
Schuon, Las Perlas del Peregrino, Olañeta, España, 1990.
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