El alquimista transforma el plomo en oro: extrae de la naturaleza vil y pesada la esencia nobre y resplandeciente, el intelecto puro, que a priori se encuentra sepultada bajo el peso vil de la naturaleza caída.
El cantero quita de la piedra bruta el elemento informe, hace de ella una verdad geométrica, una norma, una belleza ordenada según un prototipo universal: así es como martillea su alma para eliminar de ella lo caótico, lo arbitrario y lo tosco.
El albañil coordina materias dispersas y hace con ellas el habitáculo de Dios: de caos indeterminado que era, su alma se convierte en el templo de la presencia divina, ese templo cuyo modelo es el Universo.
Son ésas otras tantas formas de ascesis interior basadas en operaciones físicas; la inteligencia contemplativa hace eficaces las analogías que están en la naturaleza de las cosas.*
* Este paralelismo entre el arte practicado y el desarrollo espiritual aparece de un modo muy patente en el Budismo Zen, en el que el tiro con arco, por ejemplo, da origen a toda una ciencia iniciática. El Zen deriva del Dhyâna original.
Schuon, Perspectivas espirituales y hechos humanos, Olañeta, 2001, pp. 112-113.